lunes, 31 de diciembre de 2012

fiebre


Ella brotó en mí
la flor más rota e improbable.
Fango de palabras ajenas,
cúmulo de una historia
opaca. El terror
como un asco en los bronquios. Y
sus espinas atraviesan mi
pulmón. Llevo dos días así,
sudando en la misma cama, mirando
películas que no quiero ver. (Las películas
me aburren aún más
que los libros). Mi corazón un desecho
radioactivo; casi todo en mí es culero
y ya se ha podrido.

Ella
brotó inadvertida; siempre
anunciada a suspiros. Su cauce
al final del delirio, de la pérdida
de soles girando
a merced de cualquier hijodeputa
que ose un revolver
y la idolatría estúpida suficiente
para creer que sabe dónde
apuntarlo. Oh flor maldita:
todo lo que se ha negado, abyecta, sorda, basura, tiradero, lodo,
mierda, gargajo de cerda en celo, diamante
bestial, he llorado
de nuevo
y de nuevo, cada vez
más viejo
y torpe; cada que pierdo otra máscara
de pequeño narciso narco-emperador de la nada,
de juan camaney siemprellegatarde,
de topogigio las puede todas con su cantinfleo astral,
de pendejo de ocasión en busca de aventón,
de no soy luchador pero le hago a la batalla.

Pero, para recobrar el humor
hay que dejar de ser
el chiste,
me recuerda la fiebre, mientras derrite mi cerebro
arden mis ojos, hierven mis webos
fuera de las cobijas que compré en la terminal
de autobuses.



Ella brotó en mí,
reina: fulgor de imposibles,
cruce de balas perdidas,
choque de químicos
fuera del laboratorio de lo real. Es un aullido
preciso, luna de sudor
en las rocas, sin
limón, a secas. He oído su canto,
brujas,
sus conjuros;
aquellos que no tienen dueño, ni buscan
apropiarse de ni madres. Sus hechizos,
en barata en algún tianguis entre semana, diáfanos, claros,
como el sonido de un estereo Hi-Fi en surround 5.1,
recién instalado en una troca del año, para subirle al volumen machín,
y transitar entre la angustia del año y el llanto.

Y
he llorado:
como prostituta nicaraguense en cuaresma, como monja
desquiciada ante un tribunal retro-futurista, como la niña
ñoña del salón al bajar del autobus con sus moños deshechos, como la madre que no conoces pidiendo un perdón que tampoco conoces, como
la galardonada actriz tras el escándalo en Sábado Gigante, como esposa abandonada por
un par de tragos, como la amante de ocasión que aspiraba a más de lo que ni quería, como sobrina manoseada exhibida en el aparador de Laura en América, como una hermana en un funeral sin dios, como la perra a la orilla de la carretera que muere sola bajo ese cielo azul. Ella brotó en mí,
la oí gritar, sus pétalos desgarrando mi garganta
al salir
la lucidez directa. Y mi boca
la de un animal,
ni siquiera adiestrado por completo; mi hambre
de intermediario, siempre; mi nombre como aquel
escrito en un diario que nadie se roba.


Pero, menos mal que no se inventa
problemas
que no tiene,
me recuerda la fiebre, mientras derrite mis cerebro
arden mis ojos, hierven mis webos
fuera de las cobijas que compré en la terminal
de autobuses.


miércoles, 26 de diciembre de 2012

Meditar: ¿estar presente o estar huyendo?


Texto para mi columna en Faena Sphere.

La meditación, debo admitir, tiene una pésima reputación. Se le conoce, en general, como una forma de auto-hipnosis. Es una fama que se ha ganado a pulso, y no por sí misma, sino por las tantas distorsiones que hay torno a su práctica. En el reino humano, no hay fenómeno que se libre de las tantas fantasías que nos vendemos con tal de evadir nuestra realidad. La meditación no está exenta de ser apropiada por esta tendencia, tan nuestra, de construir falacias en busca de la felicidad.
La práctica de la meditación se confunde, frecuentemente, con intentos por “espiritualizar” la vida con delirios metafísicos, o con alguna forma de seudo-terapia para los nervios. Lo repito, son intentos por esterilizar o mistificar nuestra experiencia —un afán por fugarse de la realidad, en vez de asumirla por lo que es—. En tales casos yo también desprecio rotundamente la meditación. Al menos tales versiones de la misma.
Entonces, ¿qué sí es la meditación? En los años que llevo estudiando, practicando y enseñando meditación, mi entendimiento de la misma ha ido mutando. Como sucede con cualquier cosa. A ratos la he erigido como la panacea para todos los males, mientras que por temporadas la he odiado y abandonado por completo. Pero regreso una y otra vez. Con el tiempo me permito formular la siguiente definición: la meditación es un método práctico para trabajar con la mente propia.

Donde quiera que vayamos, estemos con quién estemos, hagamos lo que hagamos, nos metamos lo que nos metamos, ahí está nuestra mente. Todas nuestras experiencias son registradas en aquella claridad receptiva que llamamos mente. Comoquiera tendemos a trabajar con nuestras proyecciones y no con el proyector. La meditación presenta un modo de trabajar con las texturas, estados, ritmos y narrativas de nuestra mente. Aquellas expresiones internas, digamos, que tiñen nuestra experiencia del entorno, y por ende el modo en que nos relacionamos con él. Ni más, ni menos.
Esto sucede de forma orgánica al establecer una práctica meditativa basada en nuestra sensatez. Entre más sencilla la práctica, de hecho, más efectiva. Adoptamos una postura básica para meditar (no hace falta pararse de cabeza, ni hacer flor de loto), y colocamos nuestra atención, una y otra vez, sobre nuestra respiración. Nada más. En la mente brotan todo tipo de pensamientos, no buscamos callarlos, pero tampoco seguimos el impulso de darle cuerda a cada idea que surge. Regresamos una y otra vez la respiración. Así, de manera natural, la mente se entrena a estar presente. Y al estar presente se permite irradiar su propia claridad; claridad que transforma, sin querer queriendo, todo cuanto toca.
Lo esencial, comoquiera, no es si meditamos muy cabrón, o muchas horas, sino establecer una práctica constante y continua. Y sobre todo, una práctica basada en la honestidad personal y no en la búsqueda de algún artilugio orientalista para evadir quiénes somos y dónde estamos. Intentémoslo.

martes, 18 de diciembre de 2012

Physics



(when two particles collide,
space is revealed
to be anything,
anything but nothingness.) And
surely, time is ripe
light
breaking down, like a schizophrenic primadonna
under the bridge. And the moon
is, but the loudest
whisper (slobbery and sexy)
tickling the ear-
lobe, with a truth
often thought too much,
much too incredible, much too
stunning, much too good to be true. (so motherfuckers call it a secret). And
surely, the taste of your sweat
is living
proof; a holographic testament
to the uncoiling riot of honey-
glazed galaxies (honey). Drink
me, you will see. Meantime,
I'll be chainsmoking laughter, and saving
money for the premiere.




sábado, 8 de diciembre de 2012

Cállese y escuche



Disfruto mucho de escuchar una orquesta sinfónica en vivo. Claro que no me gusta la música de cualquier compositor, y claro que hay orquestas que prefiero sobre otras. Pero de modo general, todo el ritual que presenta me parece formidable. La mera idea de que es una orquesta entera, compuesta de personas que llevan al menos 20 años dedicados a su instrumento, además del tiempo que llevan ensayando la pieza en cuestión, juntos y en lo individual… es motivo suficiente para prestar atención plena a lo que realizan. Con dedicación y precisión, pulen la interpretación de composiciones de gran complejidad y una vasta habilidad expresiva. Piezas cuyos compositores también dedicaron, de un modo u otro sus vidas enteras a crear.
Es una gran tradición occidental. Tradición por la cual se transmite una historia no-lineal, digamos, o emocional incluso, de nuestra condición. De tal suerte, desprecio rotundamente a la gente que habla o abre bolsitas de plástico mientras toca la sinfónica. De ser un narco-emperador, los mandaba fusilar. (Mínimo los sacaba a patadas, vetaba de cualquier función posterior y obligaba a la orquesta a empezar de nuevo). Digo, si tosen, o estornudan, pues es un acto involuntario. Pero que no puedan renunciar a la apremiante obligación que sienten de comentar algo mientras la pieza se toca, me parece, sin más, una chingadera. Digo, podrían esperarse unos minutos para compartir su penetrante epifanía sobre la naturaleza del mundo y el amor. Carajo.
Hay otra instancia que me irrita casi tanto como la antes mencionada falta de respeto. En Bellas Artes nunca falta un imbécil eufórico que, invariablemente, sea cuál sea la pieza o su interpretación, se levanta, apenas termina ésta y grita “¡bravo!”. No lo soporto, incluso cuando en verdad hasta comparto su asombro y alegría. Me da la impresión de que lo que neta quiere es hacernos saber cuánto gozó él la pieza. O como que quiere hacernos saber cuán vivo está, o que se curó de alguna enfermedad crónica o salió de una depresión. Qué sé yo. Me alegra por él, pero se podría esperar un poco, a que la pieza realmente termine. Paladear el silencio unos instantes, dejar que se disuelva la vibración. Y luego, ya pararse y hacer su show.

Esperar en silencio al final de una pieza es parte fundamental de la composición como tal. Permite 1) apreciar y digerir lo que acaba de acontecer; 2) la música, la secuencia particular de sonidos y pausas, la configuración y combinación de notas, modos e instrumentos recién han a) afinado el oído de un modo específico, alterando, de paso, nuestra concepción del silencio; y b) atravesado el cuerpo y las emociones, dejando al escucha, básicamente en un estado de atención o conciencia distinto a como llegó. El silencio al terminar la pieza es para esto, para saborear los contornos de la propia receptividad, y sentir cómo la música se disuelve con el entorno completamente.
Pero parece haber una fobia ante tal silencio. Una necesidad por prontamente asimilar lo que ha acontecido, y asignarle un lugar y una definición. Puede que ese silencio abrume, por la experiencia corpórea que implica, o la soledad existencial que exhuma. No lo sé, pero apostaría a que se relaciona a una concepción del silencio como una nada, y no como un espacio pleno de receptividad, un espacio viviente. Parece que lo concebimos como esa nada que nos recuerda a la muerte. Por ello la compulsión por llenarla cuanto antes, con algún recordatorio de nuestra existencia. Lo raro es lo siguiente: si de hecho existiéramos como tal, ¿qué necesidad de recordárnoslo? Más bien, pienso lo siguiente: gracias a que no existimos —a que somos un efímero y brillante síntoma del mundo—, podemos vivir; vivir y escuchar la música de quienes han procurado plasmar de modo no necesariamente verbal esta experiencia viviente. Experiencia viviente que nos rebasa. Por ello, por favor, querido lector, una petición: cuando vaya a escuchar a la sinfónica, siéntese, cállese y escuche.



martes, 4 de diciembre de 2012

El escuadrón



Abrazando un frasquito
de Tonaya,
cualquier jardinera es el vientre
de mamá. Sí,
esa,
la que te pegaba
con el cable
de la tele.

Sí, esa,
tan pronta
para gritar
las chingaderas más crueles, como
para envolverte
en sus brazos y
olvidarte
de ti, en su ternura abismal.
Sí, esa,
la que tenía novios
además de papá. Y ellos
también te pegaban, y no
con el cable de la tele.

Y mira que no es excusa,
culero,
para andar así,
valiendo verga,
así;
pero la nostalgia
(por lo que nunca hubo)
es cabrona.


viernes, 16 de noviembre de 2012

Divina Locura



La espiritualidad, en el mejor de los casos, es una suerte de tecnología de la subjetividad. Implica métodos para nutrir nuestra experiencia viviente y el modo de estar en el mundo. Desafortunadamente, a lo largo de la historia de las tradiciones espirituales, pareciese que lo último que interesa es la experiencia viviente. A cambio ofrecen fórmulas congeladas y anacrónicas para perpetuar supersticiones. Todo esto deriva, más bien, en una fijación ritualista y el establecimiento de jerarquías institucionales. En tales casos, poco difiere de cualquier otra institución humana. Pero a través del tiempo, cada tradición espiritual tiene la suerte de cruzarse con adeptos que desafían estas fórmulas, revitalizando así el impulso original del sendero en cuestión.
Uno de tales sujetos es Drukpa Kunley, "el divino loco del linaje del dragón". Este maestro budista del siglo XV, es considerado el santo patrono de Bhutan, y conocido por sus métodos poco convencionales para transmitir las enseñanzas del Buda. Una anécdota celebre es aquella donde un anciano, quién insiste no es ni brillante, ni virtuoso, ni disciplinado acaso, le pide instrucción. Drukpa Kunley le ofrece el siguiente método: que repita, como mantra, una serie de obscenidades cada que pueda. El viejo lo hace devota y sórdidamente, y con ello da señas de obtener la comprensión de la naturaleza  de la realidad al paso de los años.
Pero a Drukpa Kunley también se le conoce como "el santo de las 5,000 mujeres". Sus leyendas cuentan cómo al llegar a cada poblado, además de vencer en debates a los monjes locales, pedía siempre le diesen a probar su mejor chang (cerveza tibetana de arroz fermentado) y le presentasen a las más guapas chicas de la región. A muchos --y no entiendo por qué-- esto podría parecerles “poco espiritual”. Claro, porque son de esos que aún niegan el reino de los sentidos, creyendo que lo espiritual es algo abstracto y difuso. Sin los sentidos no hay espiritualidad, sencillamente porque no hay experiencia como tal. Punto. Comoquiera, la leyenda cuenta que Drukpa Kunley condujo a la iluminación (sea lo que sea eso), a cada mujer que llevó a su lecho.

A tono con lo anterior, consideremos la siguiente anécdota: estando Drukpa Kunley con unos monjes frente a un templo, estos comenzaron a hacer sus postraciones frente al templo. Pero Drukpa Kunley les dio la espalda y comenzó a postrarse frente a una joven mujer. Los monjes alarmados lo confrontaron, indagando cómo podía él hacer tal injuria, además de sentenciarle todo el mal karma que habría de padecer por los siglos de los siglos. Él respondió así:
Siendo que la mujer es la vía por la cual todo bien y todo mal entran al mundo, ella tiene la naturaleza de la Madre Sabiduría. […] Lo que es más, cuando ustedes tomaron sus ordenanzas y votos de disciplina a los pies de su preceptor espiritual, haciendo ofrendas de oro y plata sin preocupación por el futuro, entraron al mándala por entre los muslos de una mujer. Así que yo no hago distinción alguna entre esta mujer y el Templo como objetos de refugio.
Él estaba habitando y procurando extender el sentido viviente de la tradición espiritual a la que pertenece. Regresar al sentido fundamental de las prácticas, a fin de que éstas tengan aplicación en la vida del practicante. Y claro, se encontró a cada paso del camino con monjes santurrones y señoras escandalizadas. Pero la experiencia viviente a la que hizo sus postraciones, se extendió también como un linaje habitable y continuo. Hoy en día resulta irónico que haya miles de personas en Bhutan que al visitar el monasterio de Drukpa Kunley, se postran para recibir las bendiciones de un enorme falo de madera y marfil. De nuevo viven postrados ante artilugios inertes mas no en reverencia a su experiencia viva. En palabras de Drukpa Kunley:
Esta vida es mi maestra y mi sabiduría interna mi guía.


miércoles, 7 de noviembre de 2012

el borde


y según el recuento de estadísticas
y datos de laboratorios high-tech,
según los adoradores impunes de la más
elocuente contundencia informativa,
según prominentes científicos
primermundistas de gran actualidad:

no,
no hay talisman
para eludir el diluvio;
ese
que se avecina,
sin rencor
y sin piedad.
no, aclaran,
no hay mantra secreto,
ni mente de sabio yogi desencarnado,
que sirva de balsa
o de paraguas, acaso,
para mantenerse a salvo
del diluvio;
ese
que comenzó
desde antes de antes
de anteayer.

según
estudios calculados,
en base a una semi-infinitud de datos,
según las esferas celestes
y las mamacitas que recitan el clima en milenio tv,
según las más rigurosas observaciones
y confesiones
del maguito sonrics:

no,
no hay escapulario
que aguante la impredecible torpeza
de la muerte;
ni los que brillan en la oscuridad,
ni los de Malverde,
ni los de
la Santa Muerte.
no,
dicen,
no hay novena que te saque del panteón
(como aquellas tarjetas del Monopoly,
para salir
de la carcel,
gratis).

y lo confirma el cadaver del papa, los órganos
putrefactos de tu gurú, las cenizas de huitzilopochtli
y las de alguna miss universo, por si
las dudas. y lo declara
la calavera de Pedro Infante, el cabello de Lenin, el pastillero
de Marilyn Monroe, el hedor en las túnicas
de la madre Teresa, los huesos del Che, la asfixia de Houdini,
y una cucaracha que pisaste sin querer,
ayer.

olvidemos las letras pequeñas del contrato, corazón.
y píntate las uñas, mujer.

agárrate del borde
de la mesa.

el lápiz labial difuminando
los límites
de tu boca,

y esos gemidos
de animal: la pupila de una galaxia
derramada en esta habitación.

     porque no somos todo.
     porque da angustia desaparecer.
     porque la cobardía es avasalladora, y el presente
     solo llega cuando no estamos para estar
     presentes. cuando nos venimos,
     pues, en vez de irnos,
     pues.

agárrate del borde, reina,
de la mesa, perra,
y para bien las nalgas,
que afuera
aún brilla el sol.




domingo, 4 de noviembre de 2012

Imagina

de mi columna para RAZtudio.



Quizás la vida es demasiado breve como para dedicar tiempo a planificar tu funeral. Pero alguien lo tendrá que hacer. Morirse implica varias complicaciones en forma de trámites legales y gastos fúnebres. Y si se le ocurrió al difunto aventarse al metro o alguna cosa por el estilo, alguien tendrá que recoger los pedacitos de cráneo que quedan entre las vías. Despojarse de un cuerpo implica costos, decisiones técnicas, logística y, claro, en casos sociables, invitaciones. Dentro de las tantas cuestiones a tomarse en cuenta, está la selección musical para el funeral.
Es, de cierto modo, impositivo dejar un playlist ya hecho para tu funeral. Digo, el muerto, pues ya estará muerto; por ello el funeral es para los vivos y no para el muerto. Pero supongo es un gusto que uno puede darse. En mi caso, las únicas instrucciones que tengo es que no lo oficie ningún tipo de figura religiosa, y que se ponga a sonar algo salsero en algún momento. Héctor Lavoe, Celia Cruz y Ray Baretto, de preferencia. Es decir, algo que refleje el tumbao de mis días, a modo que se recuerde mi gusto por vivir.
Pero, parece ser que no es tan sencillo. Al menos no en el Reino Unido. Según un estudio reciente por parte de Co-op Funeralcare (la empresa funeraria más grande de Inglaterra), los directores de varios crematorios prohíben ciertas canciones durante los ritos fúnebres. Ahora han incluido a ‘Imagine’ de John Lennon en su lista negra, junto con ‘Disco Inferno’ de The Tramps o ‘Bat out of Hell’ de Meatloaf. Lo curioso es que las dos canciones posteriores las descartan por que son “de mal gusto”. En cambio ‘Imagine’, una de las rolas más queridas de todos los tiempos, se encuentra censurada por sus letras; específicamente por decir “imagine there is no heaven” (imagina que no hay un cielo).

Es curioso que la canción sea prohibida para despedirse de un ser amado. Si, carajo, asumir la muerte alguien querido implica apreciarle por lo que compartimos con esa persona. Y esto se valora en su justa medida solo si asumimos la muerte como definitiva. De otro modo no fueron eventos únicos e irrepetibles, sino que solo habrá que esperar unas cuantas ni-tan-eternas eternidades para echarse otra ronda. Pero lo que impacta es que la canción no dice “no hay un cielo” o “tu dios es basura”, solo sugiere un ejercicio imaginativo. Un uso de la imaginación para descartar ciertos fantasmas y enfocar nuestros esfuerzos y afecto a este mundo y a quienes lo cohabitan con nosotros. Así, y no en supuestos, pero los funerales son grandes puntos de publicidad religiosa; ahí reafirman sus productos milagro ante la ignorancia y miedo de nosotros los vivos ante la muerte.
Comoquiera, me parece que los únicos criterios para seleccionar un soundtrack para un funeral deben ser de carácter estético, respetando las disposiciones del difunto sobre todo. Por lo demás, sostengo que es siniestro aquello de intentar negarle a los dolosos el horror y la tristeza ante la muerte de quién han querido en vida. Lo reitero: negar el peso de la muerte no trae consigo un alivio neto; lo único que trae consigo es la negación de la gloria de este mundo. Y con ello la negación de cuán increíble fue compartir con esa persona.

miércoles, 24 de octubre de 2012

El materialismo espiritual

De mi columna en Faena Sphere.



Diario escucho opiniones raras. Con tanta frecuencia como seguro ofrezco las mías. A todos nos pasa. Una que me parece particularmente torpe es aquella que propone una dicotomía entre lo espiritual y lo material. Solo mencionarlo me parece una estupidez, porque ya implica una suerte de división primordial del mundo aunada a la idea de un universo detrás o por encima del universo. Dejémoslo claro: por encima o detrás del universo solo hay más universo. Así como cuando un show se presenta como “detrás de las cámaras”, lo es solo porque “detrás de las cámaras” pues, evidentemente, hay más cámaras.
Esta dicotomía ofrece una metafísica boba donde se le concede a las imágenes mentales una suerte de superioridad sobre lo tangible. Se supone el triunfo de las esperanzas vanas sobre los sentidos. Así, resulta que tantas de las versiones de la espiritualidad son poco más que un desprecio al cuerpo, a lo sensorial. Algunas tendencias incluso intentan luego “reconciliarse” con el cuerpo, pero solo lo subordinan a sus entramados. Como cuando hace una suerte de especulación financiera con el semen y no eyaculan, para entrar en estados de conciencia “superiores”. La cara inversa de esto (que resulta lo mismo) es, por ejemplo, la teología de la prosperidad, donde la deidad se manifiesta en la vida del adepto, premiando su fe con billetes. Como si los billetes necesitaran a Dios tanto como éste a los billetes. Ambos casos sobreponen una teoría del mundo que les reconforte a lo evidente; el mundo tal cual, con su caos y su falta de sentido inherente les da cosita.
“Materialismo espiritual” es un término propuesto por Chögyam Trungpa durante los años 70 como respuesta a la asimilación de religiones orientales que él percibía en su entorno occidental. El término se refiere al modo de apropiarse de teorías “espirituales” para enchularse el ego, solidificar el narcicismo, o para reafirmar una serie de racionalizaciones sobre el mundo. Suele usarse para negar la muerte, la maldad o cualquier aspecto incómodo de la experiencia humana. Pero sobre todo se refiere al modo en que nos obstinamos en forzar al mundo y su devenir en alguna cómoda teoría, de paso sintiéndonos muy superiores a los demás por que ya somos humildes, por ejemplo.
Aquello que llamamos espiritualidad propone la posibilidad de amplificar nuestro modo de habitar nuestra vida, y ofrece métodos para estar más presentes a las experiencias que tenemos. Pero la inercia nos conduce, sin mayor obstáculo, a utilizar las técnicas y teorías de la espiritualidad para idear una versión del mundo, y establecer nuestra territorialidad en este. Es más sincero, desde cierto punto de vista, ser sencillamente un hijo de puta territorial que serlo, torpemente, mientras se cree no serlo. Pasa que tanto de lo que se considera espiritualidad se reduce a una serie de medallitas imaginarias o credenciales metafísicas para evitar la brutal caricia del entorno. Se busca alguna u otra forma de salvación, alguna validación que se está haciendo lo correcto con esta vida. No hay tal cosa, y por ello, eso que llaman la iluminación solo puede ser un accidente, uno que sucede cuando las pretensiones se desgastan por su propio peso.

lunes, 15 de octubre de 2012

El pensamiento mágico.

Otra entrega para la columna 'Síntomas de una época' en Pijamasurf.


Si tras prender una vela roja bajo la luna, y decir su nombre 7 veces, Shakira cediera a tus encantos, sería fácil suponer que tu hechizo surtió efecto. Aunque por otro lado, sería una pena; te obligaría a dudar sobre la autenticidad de sus sentimientos, aunado al pánico de que alguien llegue a prenderle más velas rojas. O, supongamos que a cambio de correr con suerte en una entrevista de trabajo, le prometes a la deidad de tu preferencia dejar de fumar crack. Parece una idea sensata, y más si buscas un trabajo, pero ¿acaso no sobran la deidad y la promesa, tanto como en el caso anterior sobran las velas?
El pensamiento mágico se basa en atribuirle mayor efecto a una cosa, persona o evento del que tiene en realidad. Es una falacia causal que supone relaciones significativas entre ciertos actos y ciertos sucesos. Como cuando un apostador cree que al soplarle a los dados mientras le reza a San Judas, aumenta la posibilidad de una tirada favorable. Es decir, el que sople o no sople, no tiene un efecto cuantificable sobre su tirada. Por algo hay leyes contra arreglar peleas o marcar una baraja, mas no se legislan las sopladas de dados, o las rezadas a San Judas. En casos de incertidumbre, como los juegos de azar, o las caderas de Shakira, la tendencia a recurrir al pensamiento mágico se multiplica. 
El pensamiento mágico exagera el efecto que uno tiene sobre el mundo. Como cuando crees que al comerte el último M&M del paquete desencadenarás el fin del mundo. Es un ejemplo excesivo, quizás, digno de alguna mala ingesta de psicotrópicos, pero sirve para ejemplificar el síntoma. En este sentido, el pensamiento mágico es tremendamente infantil, en cuanto a que no hay distinción entre el mundo y el estado interno de la conciencia. Uno puede estar triste porque está nublado, pero veo difícil que esté nublado porque uno está triste. A diario alguno de los billones de habitantes de la tierra está triste, entonces tendría que estar nublado todos los días, ¿no? Es bastante solipsista el asunto, pues. 
Mucho del problema reside en confundir lo absoluto con lo relativo. El pensamiento mágico, en tanto distorsión cognitiva, es como el efecto mariposa en esteroides y floripondio al mismo tiempo. Claro que el aleteo de una mariposa en China tiene algún efecto sobre un huracán en el Caribe; en este caso, el error reside en sobreestimar la proporción de dichos efectos. Además de devaluar los demás factores que suscitaron la tormenta en el Caribe (como el parpadeo de un perro en Alaska mientras caga), se excluyen todas las causas y condiciones que tuvieron efecto sobre el aleteo de dicha mariposa. Ahí es cuando se llega, más bien, a la infinitud. Cualquier gesto, por minúsculo que sea, es parte indivisible de todo lo demás, y tiene ecos y efectos; dicho gesto es, a su vez, eco y efecto de tantos otros gestos. La cuestión es no perder el sentido de la proporción. Es decir, a la hora de observar los efectos de un acto, o son cuantificables y verificables o no son (al menos en lo relativo, que es lo que nos concierne, netamente). 
Tal es el fallo del bestseller internacional The Secret. El libro supone, sobre todo, que al dorarse la píldora reiteradamente con una idea, ésta se materializa así nomás porque sí. Aparte de ser una apología de la neurosis obsesiva, es una forma de pereza basada en la superstición. Supone que se pueden saltar las etapas y acciones necesarias para obtener algo, a cambio de solo pensar mucho en ese algo. En cierto sentido, realizar prácticas mágicas puede tener un efecto simbólico sobre quién las lleva a cabo. Pero de ahí a pensar que por pintar un pentagrama en tu azotea, así sin más, te vas a ganar un auto, o tu equipo ganará la Champions, es arena de otro costal. La magia, es expresiva, mas no instrumental. 
Hay quienes gustamos de especular sobre lo improbable o incluso lo absurdo. Esto no es pensamiento mágico, mientras se le considere una especulación, y no particularmente como teorías “racionales” bajo la óptica científica contemporánea. Así, a menudo, quienes defienden alguna forma de pensamiento mágico, suelen argüir que la ciencia presenta una cosmología básicamente inerte. Consideran que las ciencias proponen un mundo donde la materia carece de inteligencia o está muerta, por así decirlo. En ninguno de los postulados de las ciencias se dice esto. El hecho de que no le echen más crema a sus tacos con teorías misticomágicas sobre el funcionamiento de las cosas, no implica tal visión del mundo. Pero andarle atribuyendo magia al mundo, eso sí es un modo de asumir que le hace falta tal magia, que carece de asombro.
Cabe señalar que a lo largo de la historia ha habido casos donde teorías que parecen pensamiento mágico, resultaron no serlo. Como con los microbios, por ejemplo. En algún punto de la historia, la idea de que había organismos invisibles que causaban patologías sonaba, fundamentalmente, a un cuento de fantasmas. Vale la pena mantener la mente abierta a las posibilidades, aunque parezcan improbables o inscritas fuera de la narrativa de lo racional. Pero no sin considerar que el que algo suceda posterior a otro evento no es, necesariamente, indicador de qué fue provocado por el primero. El pensamiento mágico es un problema de correspondencia, donde una correlación no es suficiente para probar causalidad. Pero quizás, si cruzo los dedos antes de escribir el punto final de este enunciado, alguien toque a mi puerta a decirme que me he ganado un viaje en crucero con Rihanna.

lunes, 24 de septiembre de 2012

aquel otoño

breve poema escrito a la marcha en un taxi.



Un aleluya
malbaratado. Un paño
de plegarias. Manchas de semen,
tabaco negro y
palabras imprecisas

los dados son imprudentes,
siempre.
pero no tanto como mis manos,
reina.

Ese brutal
permiso, para vernos tal pinche cual.
Y con
permiso:
Un puñado de hojas, dilatando
el curso hacia la tierra; el brillo
de una tormenta
que alumbra al mundo,
por lo que es:

un exquisito albur.

los dados son imprudentes,
siempre.
pero no tanto como mis manos,
reina.



viernes, 21 de septiembre de 2012

Aquella perversa inmortalidad


Reciente colaboración para Faena...

Para las enseñanzas budistas es crucial contemplar la preciosa vida humana. Se instiga al practicante a considerar lo raro que es estar vivo como ser humano, y no como un mosquito, por ejemplo. Pero, para una religión que cree en la reencarnación, esto suena a hipocresía. Más que apreciar la vida humana parecen estar preocupados por no convertirse en hurón, guacamaya o amiba en alguna futura encarnación. Además, si suponen que se reencarna una y otra vez sin cesar, suponen también que en cuestión de un par de eternidades volverán a ser humanos y así sucesivamente. Entonces, la vida humana deja de ser tan preciosa o rara.
A pesar de mi interés por las enseñanzas y prácticas budistas, nunca he comulgado con su credo en la reencarnación. De hecho, me parece que sobra y que es mucho más interesante considerar lo que el budismo puede ofrecer desprovisto de este sortilegio. Prácticamente toda religión promete una forma u otra de inmortalidad. Hay dos corrientes principales de esta promesa: a) un alma eterna que irá al cielo o al infierno; y b) una continuidad singular que reencarnará una y otra vez en alguno de tantos planos. Lo único verificable de esto, es que ambos modelos se basan en la conducta, y en intentos por controlar la conducta con premios y castigos. Con estas promesas, las religiones suelen llevar a cabo, en complicidad con sus devotos, una suerte de terrorismo existencial. Chantajean para obligar ciertas conductas a cambio de los secretos de cómo enchularse la eternidad.
La falacia de fondo en la que inciden estas religiones con sus inmortalidades, es la de suponer una esencia individual e inmutable que de alguna forma entra y sale del cuerpo (como un pedo) justo para evitar la muerte. Tal idea es insostenible ante la lógica y, sobre todo, ante nuestro saber empírico. Digo, si es una esencia inmutable, entonces ¿cómo diablos entra en contacto con otros fenómenos? Porque cuando dos fenómenos interactúan, inevitablemente cambian. Pero al rebatirse estos argumentos, los creyentes suelen recurrir al argumento moral: cada quien debe pagar lo que hace en esta vida. En otras palabras, postulan una justicia divina o karma. Pero estas son patadas de ahogado, un gran “ya las pagarán” mistificado. Diario vemos hijos de puta cuya astucia les libra de pagar, así como gente buena cuya ingenuidad las hace víctimas de algún daño. Por algo tenemos leyes, y sí, son imperfectas, pero prefiero existan.
El credo en la inmortalidad metafísica, dicen, promueve un mejor trato entre personas. Pero las buenas intenciones para la moral y la convivencia humana no hacen más cierta esta inmortalidad. Además, no es ético por una sencilla razón: está basada en una premisa falsa; se basa en un deseo y no en un hecho. Y la vida es un hecho, un hecho cuya preciosidad aumenta conforme se le observa por sus evidencias. Según el modelo matemático del Profesor Andrew Watson de la Universidad de East Anglia, las probabilidades de que exista vida humana dadas todas las condiciones que se tuvieron que dar para ello, y más aún la secuencia precisa de sucesos, son menores al 0.01 porciento. Entonces, pues claro que es comprensible que la idea de que moriremos nos cause aprehensión suficiente como para querer negarlo a toda costa. Pero, considerar que aparte de las escasas probabilidad de que exista vida tal como la conocemos, ésta es, además, brutalmente breve, es comenzar a contemplar la preciosidad de la vida humana.
Hay quienes sugieren que la ciencia es dudable porque no ha concluido aún. Caben así dos posibilidades para la vida eterna del alma o la reencarnación: 1) el universo material es efecto de la mente y no viceversa, lo cual es un argumento solipsista, (ya que la evidencia que tenemos al ver a otros morir es que ya no respiran, comen, cagan, follan o acaso se expresan de forma alguna); y 2) que dado un lapso infinito de tiempo puedan volverse a juntar las causas y condiciones que ahora nos configuran como individuos conscientes, (pero esto es confundir lo posible con lo probable). Así, vivir en base a lo palpable es una decisión ética; y asumirse como un simple mortal la única base sólida para cualquier forma de “espiritualidad”.
Este instante, tal cual, es irrepetible. Y asumir esta postura ética (empírica) incurre en la siguiente consecuencia: no sabemos de ninguna otra forma de vida consciente en el cosmos. Nuestros cálculos, aunque concederé también son abstractos y especulativos, estiman terriblemente escasas las probabilidades de que existan otras formas de vida. En respuesta a esto, es nuestra responsabilidad como especie asegurar nuestra supervivencia como tal (bajo las mejores condiciones posibles), o al menos intentarlo cabalmente. Para ello tenemos a la ciencia, aunque las religiones en general nos tendrían más bien resignándonos a morir cultivando nuestro carácter. Así, nuestra inmortalidad no será una fantasmagoría de ultratumba, sino el legado que dejamos al mundo que sobrevivirá nuestra aniquilación individual. Este legado no será un monumento o nuestro nombre en un tratado histórico —dado suficiente tiempo esto también se borrará—. Nuestro legado es aquello que compartimos ahora, aquello que nos reafirma motivos para preservar la preciosa vida humana.

sábado, 1 de septiembre de 2012

El vértigo y el arte

La columna de agosto para RAZtudio.




Dado lo breve que es una vida humana, es afortunado cuando los sentidos cruzan con arte que honre esta brevedad. Para mi suerte mi gusto no se estanca en un solo género musical, y aún estoy convencido de que Sir Mix-a-lot ha contribuido significativamente a la vida muchos humanos. Sin embargo, la primera vez que escuché el cello de Zoë Keating (Ontario, 1972) quedé absorto, atento al modo en que parecía detener el tiempo. Su música nutre y expande los sentidos, pero sobre todo dignifica el espacio. Sus piezas establecen una relación vital con el entorno, por decirlo de otra manera. Suena un poco como Apocalyptica, pero sin el trasfondo metalero y además, aunque parecen ser muchos cellos, es solo ella, su cello y una pedalera. Con dicha pedalera programa loops, logrando sonar como 16 cellos en vez de solo uno.

Zoë tiene pinta de baterista de banda punk, y al hablar en entrevistas es clara y franca, delatando además una formidable risa de nerd. Pero antes de sugerir que la escuchen o que apoyen para traerla de visita a México, me gustaría ahondar en algunas de sus observaciones torno al proceso creativo. Zoë cuenta que comenzó a tocar el cello joven, por las azarosas órdenes del profesor de música en la secundaria; al mostrar habilidad, continuó con ello de modo más enfocado. A la par de su entrenamiento musical, ella se desarrollo como programadora, trabajando en dicho rubro durante años. Y si bien tocaba como reemplazo en la banda Rasputina, consideraba dedicarse más bien a la programación. Tuvo, sin embargo un jefe que la incitó a seguir con la música, con especial énfasis cuando éste quedara desahuciado por cáncer.


Pero Zoë, dice, había quedado trabada por el entrenamiento musical clásico. El afán por la perfección y el rigor repetitivo que supone el entrenamiento clásico la había congelado. Con el tiempo, y para mi suerte, encontró que si se dedicaba, más bien, a improvisar, volvía a encontrar el gusto por tocar. En otras palabras, al soltar las expectativas virtuosas, ella reconectaba con el sentido original y la emotividad de la música. ¿Qué tal eso como un gesto del inconsciente; como una especie de maldición que conduce al acto creativo, a la expresividad? Esto logra la música de Keating: mantiene la frescura del asombro o descubrimiento de la música, su vitalidad ante el contacto con la experiencia, sin por ello dejar atrás su habilidad técnica. Sumando, claro, el hecho de que además de tocar el cello, programa loops y coordina la computadora desde su pedalera. Pero, y la clave aquí es: la técnica quedó al servicio de la expresión y no viceversa.

Me recuerda a la historia de un buen amigo, quién me ha contado de un terrible vértigo que no lo dejaba en paz. Durante una temporada de su vida padecía un creciente vértigo, sin necesidad de subir a las alturas (a nivel cancha, vamos). Acudió a médicos de todo tipo, quienes le hicieron pruebas de todo tipo, y le recetaban, inútilmente esto y aquello. Nada resultaba. Nada. En dado momento se sinceró consigo mismo: su corazón estaba genuinamente dividido entre dos mujeres con las que pasaba mitad de su tiempo cada semana. Sopesó la situación, todos los pros y contras de ambas, y tomó una decisión. No fue perfecta su decisión, esto lo sabía, pero ya no podía vivir en el perpetuo dilema. Adiós vértigo. Si bien el psicoanálisis considera que un síntoma es siempre preciso y particular en su reclamo, el budismo tibetano, por otra parte (y de modo igual de místico-mareador) considera este tipo de síntomas como demonios que ferozmente exigen que despiertes. Y no solo que despiertes, sino que instiga a reconocer que el entorno mismo está despierto—sea lo que sea que eso signifique (para cada cual).

Otro punto a favor de Zoë es que optó por producir su disco ella misma, lo cual le ha traído un gran éxito comercial: su primer disco One Cello x 16: Natoma (2005) ha estado en la cima de las ventas de música clásica en iTunes al menos 4 veces. Es una clara muestra del lugar que puede ocupar la creatividad en un mercado global digital. Además, estoy seguro que si una disquera y unos productores hubiesen metido mano en su música y en su imagen, probablemente la hubiesen trabado de nuevo, a expensas, también, del éxito comercial que tuvo. Quizás las reglas del juego, en efecto, si hayan cambiado; o al menos hay ventanas de oportunidad que responden ya a otros esquemas de producción. Así, este texto lleva una intención: no solo que escuchen a Zoë Keating, sino incitar a la escucha propia, de nuestros síntomas (aunque suene cursi y fascista); y claro a continuar osando y osando, a pesar de la mezquindad de la crítica y su supuesto realismo.

(Sugiero comenzar por oír su la canción ‘Optimist’ de su más reciente Into the Trees, canción que dedicó a su hijo, poco antes de que él naciera en 2010). Aquí va el link: Zoë Keating, Optimist.


jueves, 9 de agosto de 2012

Linajes espontáneos

El texto de Julio para FaenaSphere.


Resulta imposible delinear con certeza el límite entre el mito y los hechos en la vida de figuras religiosas. Como suele ser el caso de la biografía de cualquier celebridad. Tanto de lo que se dice sobre la vida del Buda (Sakyamuni) nos llega a través de un milenario teléfono descompuesto, donde los sucesos y las fábulas se baten. Por ello, al abordar estas biografías, vale la pena tomarse las cosas con un grano de sal y con tres cucharadas de humor. No sería descabellado considerar que tanto de estas grandes narrativas con el tiempo convertidas en religiones comenzaron, incluso, como simples chistes. Lo que es indudable es que a pesar del tiempo tales anécdotas continúan fungiendo como analogías o parábolas muy eficientes.

Hay quienes prefieren buscar y validar los hechos en tales leyendas, procurando registros históricos y demás. Esto ayuda a poderle otorgar contexto a lo que se cuenta sobre el Buda. Sin embargo, es esencial indagar el sentido personal de estas historias. Como bien dicta aquella máxima: si no es práctico, no es espiritual. Tantos de los sutras comienzan con las palabras 'Esto he oído' (pali; evam me sutam), indicando que: 1) tales textos son un recuento, similar al modo en que Platón cuenta las aventuras argumentativas de Sócrates, y 2) que por ser un chisme (de segunda mano), vale la pena dudar de lo dicho. Es decir: pensarlo por uno mismo en vez de tomarles la palabra.

Las enseñanzas de una figura como el Buda no se reducen a lo que haya vociferado ante una multitud, y que, además, ahora se recuerde textualmente. Mientras que los registros escritos de las enseñanzas ofrecen una probada de lo sucedido, no representan la totalidad de las acciones de un personaje como el Buda. Tales textos sirven, sobre todo, para establecer una autoridad canónica, dando soporte a instituciones y linajes que, por un lado, preservan las enseñanzas ante el paso del tiempo. Por otra parte, sus mitos y textos sirven para validar un orden político particular en la región. Para ello, sus jerarquías suelen descartar la experiencia individual, acumulan, en cambio, seguidores que en vez de investigar la realidad se acomodan con una versión pre-masticada de la misma.

                                        


El otro lado de esta moneda es considerar las instancias donde una figura como el Buda --o alguno de tantos Budas anónimos-- transmitió sus descubrimientos, sin que alguien guardase un registro de ello. La ausencia de un registro escrito no le resta validez o potencia a un suceso. Hay linajes que ni siquiera saben que son linajes, y tampoco importa que lo sean. Pero igual transmiten enseñanzas precisas sobre la naturaleza de la mente y de la realidad. Sería ridículo pensar que solo los budistas tienen algún monopolio sobre las enseñanzas budistas. La realización que el buda logró no fue compartida exclusivamente en situaciones que derivarían en instituciones religiosas.

No niego la importancia que tiene una buena instrucción, en particular ante la infinita capacidad de auto-engaño del ser humano. Pero quedarse a esperar la validación de un linaje, es como pasarse la noche preguntando a la pareja si el acostón estuvo bueno: ¿qué no estuviste presente mientras lo hacían? De esta reflexión me quedo con lo siguiente: 1) eso de la espiritualidad implica cuestionarse honestamente las motivaciones propias, una y otra vez; y 2) ¿cómo diablos sabes que lo que te acaba de decir el imbécil de a lado no es una transmisión del mismísimo Buda? ¿Porque no porta túnicas, no huele a sándalo y tampoco habla como Yoda?
                                   

viernes, 3 de agosto de 2012

Cenicero de Hotel

La columna de Julio para RAZtudio.


Durante temporadas de mi vida los hoteles de paso me han servido de guarida. A estos espacios he confiado mi perra soledad y el desenfreno necesario para continuar comulgando con el mundo. En sus camas he sido reeducado una y otra vez sobre los posibles significados de la palabra “humano”; bajo el refugio sonoro de Telehit he saboreado la ternura que guarda declamarle injurias a una extraña; en sus techos he contemplado mi pobreza mental; y en sus espejos he visto cuerpos ir y venir, tanto como de pronto me he encontrado con la mirada ajena de un tipo idéntico a mí. Tales sacudidas a las certezas sobre quién soy y qué quiero, con el tiempo derivan en una serenidad más plena. Pero esta serenidad jamás llega antes de encender un cigarrillo.

Sí, fumo en estos espacios cerrados, y aunque la Ley Antitabaco del Distrito Federal prohíbe fumar en estos espacios, no puedo ni imaginar que no se fume ahí adentro. ¿Qué se supone debo hacer entonces, conversar? ¿Hacer respiraciones yóguicas acaso? Además, nadie me dijo que no podía fumar. En la recepción se limitaron a preguntarme si quería “la promoción de 6 horas” (que es una manera discreta de preguntar si “solo vengo a coger”). De hecho, me entero de tal prohibición gracias al cenicero que tiene grabado el símbolo internacional de no-fumar, y debajo lee: GRACIAS POR NO FUMAR. Es como si sobre el buró hubiese una lata de coca-cola abollada y agujerada que tuviese grabadas las palabras “Gracias por no fumar piedra”. Es curioso que sea por un cenicero que me entero que “no está permitido” fumar. En este caso fumar o no-fumar no es un dilema, pero tampoco es precisamente una ironía.

Un cenicero que dice “gracias por no fumar”, no solo dice “fume pero no fume”, sino que establece, y recuerda, que hay un código. Dentro como fuera del hotel, el código precede a la ley. Esto es terrible en cierto sentido y muy intuitivo en otro. Es gacho porque resulta permisivo, y reitera una flexibilidad de la ley; pero es intuitivo porque remite al origen de la ley: procurar el bienestar común. Si no se funda en la empatía la ley es prácticamente imposible. Su contraparte es: “yo me hago el occiso si tú te haces el occiso”, un código necesario para tener leyes de otro modo intolerables por su rigidez. ¿Pero cuál es el límite de estos pactos tácitos? En el caso de los ceniceros no concierne si fumas, lo que concierne es que recuerdes uno de los principios básicos del hotel de paso: la discreción. El hotel de paso es un sitio donde no importa lo que hagas dentro de tu habitación; lo importante es que es tu problema, y solo tu problema, mientras no lo hagas problema de alguien más. “El respeto al derecho ajeno es la paz”, dicen.
                

Pero, ¿acaso la hipocresía resulta más virtud que vicio? Digo, se puede concebir la hipocresía como muestra de una sensatez requerida para sobrevivir y tolerar las ambigüedades de la vida; incluso puede verse como un modo de asumir cuán efímeras son nuestras opiniones, preservando así el derecho a retractarse. Estos ceniceros —en plural porque la mayoría de los hoteles de paso en el DF los tienen— me han llevado a preguntarme si esa tan mexicana doble moral, esa que tanto suele irritarme, no será evidencia de una sabiduría tradicional aún indispensable. ¿Será que al preservar las apariencias se guarda más que las apariencias?
Puede que guardar las apariencias sea una forma de presentar respeto a los ancestros o a la evolución misma, por medio de tradiciones. También puede que sea un modo de lidiar con el caos del mundo, por medio de fórmulas fijas. Digo, ¿para qué hacerle al cuento de no-fumar, si todos sabemos que se va a fumar? Estas formalidades, aparentemente huecas o incongruentes, aluden a la necesidad de un orden político para la sociedad humana. Para sobrevivir como especie colaboramos, renunciando a ciertos impulsos para proteger nuestras libertades. En otras palabras, en sociedad disimular es parte fundamental de subsistir, tanto como es requisito para fumar donde se supone no se fuma. Para formar sociedades humanas se requiere una autoridad que, en el mejor de los casos, sea responsable ante a quienes le otorgan poder (la relación entre un Estado y un Estado de Ley). Esto implica un equilibrio en constante movimiento, donde distintas fuerzas deben competir y cooperar. Para mantener esta constante tensión, tales fuerzas, necesitan tener e intercambiar secretos. Pero son secretos a voces; es decir, secretos que en realidad son evidentes, pero cuyas apariencias mantenemos para perpetuar un orden (a menudo patológico). Guardar las apariencias, comoquiera, hace tolerables las contradicciones constitutivas de cualquier nivel de convivencia.
Cuánto rollo para hablar de un cenicero; bien pude haber abierto la ventana y fumado con la cabeza de fuera. En fin, con esto en mente, contemplo la sapiencia de Robert Downey Jr cuando dice: “Escucha, sonríe, accede, y luego ve y haz lo que te de la gana de todos modos”. Por ahora prenderé otro tabaco y tiraré la ceniza justo donde dice “gracias por no fumar”; además, lo haré jugando a que es una ofrenda pagana a la estabilidad que solo un simulacro puede propiciar. Aquella estabilidad necesaria para el progreso (el descubrimiento del WiFi, el condón, el MDMA o el Bosón de Higgs, etc.). Son mis 6 horas; ya las pagué.
             

domingo, 8 de julio de 2012

Matando al Buda

Primera entrega para una columna en Faena sobre espiritualidad contemporánea (sea lo que sea eso).




Al maestro Lin Chi (siglo IX) se le atribuye aquel famoso proverbio zen, «Si encuentras al buda en el camino, mátalo». Lin Chi es conocido por su método áspero y directo de transmitir las enseñanzas budistas; a menudo azotaba a sus alumnos con una vara para cortar con sus expectativas y llegar al grano. Esta frase, como suele pasar en cuestiones religiosas, no es algo que deba tomarse literalmente; es, más bien, simbólica. No es una invitación a llevar siempre un revólver cargado por si te encuentras un buda. Matar al buda es, en este caso, un recordatorio: nadie puede recorrer el camino por ti, pero si aún esperas que alguien lo haga, deshazte de esa creencia, porque será un obstáculo.

Pasa que al procurar un buen consejo es fácil confundir al guía con un redentor. Encontramos así a quienes son incapaces de tomar decisiones sin preguntarle a algún asiático con falda. Suena a cinismo racionalista, pero no lo es del todo. Equivocarse es parte inevitable de la vida y estar dispuesto a equivocarse y asumir nuestros errores es una postura sensata ante el mundo y su devenir. Ese intento por controlar todo, por buscar de algún modo u otro salvarse del error, es negar el aspecto caótico de la vida —es negar la tremenda riqueza de la experiencia viviente. El mundo rebasa nuestras teorías acerca de ello y no viceversa.


Eso implica matar al buda, descartar los intentos por acomodar todo en compartimentos ordenados —como si de una colección de tupperware se tratara. Una genuina apertura ante nuestras experiencias surge al dejar de tratar que la vida encaje definitivamente en alguna teoría. En estricto sentido eso es lo que quiere decir estar despierto: ser un buda. Matar al buda es, sencillamente, asumir tu propia naturaleza despierta en vez empalagarse con la lucidez ajena. En palabras de Lin Chi: «Hasta la fecha no he encontrado alguien que pueda liberarse a sí mismo. Esto es porque todos se han enredado en las inútiles maneras de los viejos maestros».
En otras palabras, esto de la espiritualidad tiene un tinte DIY (do it yourself), al estilo punk. Curiosamente, ahí, en la completa desilusión, en la desesperanzada renuncia a cualquier forma de salvación, está la libertad (sea lo que sea eso). Por ello me mantengo optimista en torno a mis continuos fallos en este mundo (el único que conozco); porque como dicen por ahí: echando a perder también se aprende.
De nuevo Lin Chi: «No hay Buda, no hay camino espiritual a seguir, no hay entrenamiento ni realización. ¿Qué persiguen con tanto ahínco? Colocando una cabeza encima de las suyas, imbéciles ciegos. Sus cabezas están tal donde deben estar. El problema es que no creen en sí mismos lo suficiente»Matar al buda es reconocerse a sí mismo como el buda. Y eso es lo más ordinario del mundo. La cuestión no es cómo convertirse en buda, sino considerando que ya lo eres, ¿ahora qué vas a hacer al respecto?