viernes, 21 de septiembre de 2012

Aquella perversa inmortalidad


Reciente colaboración para Faena...

Para las enseñanzas budistas es crucial contemplar la preciosa vida humana. Se instiga al practicante a considerar lo raro que es estar vivo como ser humano, y no como un mosquito, por ejemplo. Pero, para una religión que cree en la reencarnación, esto suena a hipocresía. Más que apreciar la vida humana parecen estar preocupados por no convertirse en hurón, guacamaya o amiba en alguna futura encarnación. Además, si suponen que se reencarna una y otra vez sin cesar, suponen también que en cuestión de un par de eternidades volverán a ser humanos y así sucesivamente. Entonces, la vida humana deja de ser tan preciosa o rara.
A pesar de mi interés por las enseñanzas y prácticas budistas, nunca he comulgado con su credo en la reencarnación. De hecho, me parece que sobra y que es mucho más interesante considerar lo que el budismo puede ofrecer desprovisto de este sortilegio. Prácticamente toda religión promete una forma u otra de inmortalidad. Hay dos corrientes principales de esta promesa: a) un alma eterna que irá al cielo o al infierno; y b) una continuidad singular que reencarnará una y otra vez en alguno de tantos planos. Lo único verificable de esto, es que ambos modelos se basan en la conducta, y en intentos por controlar la conducta con premios y castigos. Con estas promesas, las religiones suelen llevar a cabo, en complicidad con sus devotos, una suerte de terrorismo existencial. Chantajean para obligar ciertas conductas a cambio de los secretos de cómo enchularse la eternidad.
La falacia de fondo en la que inciden estas religiones con sus inmortalidades, es la de suponer una esencia individual e inmutable que de alguna forma entra y sale del cuerpo (como un pedo) justo para evitar la muerte. Tal idea es insostenible ante la lógica y, sobre todo, ante nuestro saber empírico. Digo, si es una esencia inmutable, entonces ¿cómo diablos entra en contacto con otros fenómenos? Porque cuando dos fenómenos interactúan, inevitablemente cambian. Pero al rebatirse estos argumentos, los creyentes suelen recurrir al argumento moral: cada quien debe pagar lo que hace en esta vida. En otras palabras, postulan una justicia divina o karma. Pero estas son patadas de ahogado, un gran “ya las pagarán” mistificado. Diario vemos hijos de puta cuya astucia les libra de pagar, así como gente buena cuya ingenuidad las hace víctimas de algún daño. Por algo tenemos leyes, y sí, son imperfectas, pero prefiero existan.
El credo en la inmortalidad metafísica, dicen, promueve un mejor trato entre personas. Pero las buenas intenciones para la moral y la convivencia humana no hacen más cierta esta inmortalidad. Además, no es ético por una sencilla razón: está basada en una premisa falsa; se basa en un deseo y no en un hecho. Y la vida es un hecho, un hecho cuya preciosidad aumenta conforme se le observa por sus evidencias. Según el modelo matemático del Profesor Andrew Watson de la Universidad de East Anglia, las probabilidades de que exista vida humana dadas todas las condiciones que se tuvieron que dar para ello, y más aún la secuencia precisa de sucesos, son menores al 0.01 porciento. Entonces, pues claro que es comprensible que la idea de que moriremos nos cause aprehensión suficiente como para querer negarlo a toda costa. Pero, considerar que aparte de las escasas probabilidad de que exista vida tal como la conocemos, ésta es, además, brutalmente breve, es comenzar a contemplar la preciosidad de la vida humana.
Hay quienes sugieren que la ciencia es dudable porque no ha concluido aún. Caben así dos posibilidades para la vida eterna del alma o la reencarnación: 1) el universo material es efecto de la mente y no viceversa, lo cual es un argumento solipsista, (ya que la evidencia que tenemos al ver a otros morir es que ya no respiran, comen, cagan, follan o acaso se expresan de forma alguna); y 2) que dado un lapso infinito de tiempo puedan volverse a juntar las causas y condiciones que ahora nos configuran como individuos conscientes, (pero esto es confundir lo posible con lo probable). Así, vivir en base a lo palpable es una decisión ética; y asumirse como un simple mortal la única base sólida para cualquier forma de “espiritualidad”.
Este instante, tal cual, es irrepetible. Y asumir esta postura ética (empírica) incurre en la siguiente consecuencia: no sabemos de ninguna otra forma de vida consciente en el cosmos. Nuestros cálculos, aunque concederé también son abstractos y especulativos, estiman terriblemente escasas las probabilidades de que existan otras formas de vida. En respuesta a esto, es nuestra responsabilidad como especie asegurar nuestra supervivencia como tal (bajo las mejores condiciones posibles), o al menos intentarlo cabalmente. Para ello tenemos a la ciencia, aunque las religiones en general nos tendrían más bien resignándonos a morir cultivando nuestro carácter. Así, nuestra inmortalidad no será una fantasmagoría de ultratumba, sino el legado que dejamos al mundo que sobrevivirá nuestra aniquilación individual. Este legado no será un monumento o nuestro nombre en un tratado histórico —dado suficiente tiempo esto también se borrará—. Nuestro legado es aquello que compartimos ahora, aquello que nos reafirma motivos para preservar la preciosa vida humana.

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