lunes, 24 de septiembre de 2012

aquel otoño

breve poema escrito a la marcha en un taxi.



Un aleluya
malbaratado. Un paño
de plegarias. Manchas de semen,
tabaco negro y
palabras imprecisas

los dados son imprudentes,
siempre.
pero no tanto como mis manos,
reina.

Ese brutal
permiso, para vernos tal pinche cual.
Y con
permiso:
Un puñado de hojas, dilatando
el curso hacia la tierra; el brillo
de una tormenta
que alumbra al mundo,
por lo que es:

un exquisito albur.

los dados son imprudentes,
siempre.
pero no tanto como mis manos,
reina.



viernes, 21 de septiembre de 2012

Aquella perversa inmortalidad


Reciente colaboración para Faena...

Para las enseñanzas budistas es crucial contemplar la preciosa vida humana. Se instiga al practicante a considerar lo raro que es estar vivo como ser humano, y no como un mosquito, por ejemplo. Pero, para una religión que cree en la reencarnación, esto suena a hipocresía. Más que apreciar la vida humana parecen estar preocupados por no convertirse en hurón, guacamaya o amiba en alguna futura encarnación. Además, si suponen que se reencarna una y otra vez sin cesar, suponen también que en cuestión de un par de eternidades volverán a ser humanos y así sucesivamente. Entonces, la vida humana deja de ser tan preciosa o rara.
A pesar de mi interés por las enseñanzas y prácticas budistas, nunca he comulgado con su credo en la reencarnación. De hecho, me parece que sobra y que es mucho más interesante considerar lo que el budismo puede ofrecer desprovisto de este sortilegio. Prácticamente toda religión promete una forma u otra de inmortalidad. Hay dos corrientes principales de esta promesa: a) un alma eterna que irá al cielo o al infierno; y b) una continuidad singular que reencarnará una y otra vez en alguno de tantos planos. Lo único verificable de esto, es que ambos modelos se basan en la conducta, y en intentos por controlar la conducta con premios y castigos. Con estas promesas, las religiones suelen llevar a cabo, en complicidad con sus devotos, una suerte de terrorismo existencial. Chantajean para obligar ciertas conductas a cambio de los secretos de cómo enchularse la eternidad.
La falacia de fondo en la que inciden estas religiones con sus inmortalidades, es la de suponer una esencia individual e inmutable que de alguna forma entra y sale del cuerpo (como un pedo) justo para evitar la muerte. Tal idea es insostenible ante la lógica y, sobre todo, ante nuestro saber empírico. Digo, si es una esencia inmutable, entonces ¿cómo diablos entra en contacto con otros fenómenos? Porque cuando dos fenómenos interactúan, inevitablemente cambian. Pero al rebatirse estos argumentos, los creyentes suelen recurrir al argumento moral: cada quien debe pagar lo que hace en esta vida. En otras palabras, postulan una justicia divina o karma. Pero estas son patadas de ahogado, un gran “ya las pagarán” mistificado. Diario vemos hijos de puta cuya astucia les libra de pagar, así como gente buena cuya ingenuidad las hace víctimas de algún daño. Por algo tenemos leyes, y sí, son imperfectas, pero prefiero existan.
El credo en la inmortalidad metafísica, dicen, promueve un mejor trato entre personas. Pero las buenas intenciones para la moral y la convivencia humana no hacen más cierta esta inmortalidad. Además, no es ético por una sencilla razón: está basada en una premisa falsa; se basa en un deseo y no en un hecho. Y la vida es un hecho, un hecho cuya preciosidad aumenta conforme se le observa por sus evidencias. Según el modelo matemático del Profesor Andrew Watson de la Universidad de East Anglia, las probabilidades de que exista vida humana dadas todas las condiciones que se tuvieron que dar para ello, y más aún la secuencia precisa de sucesos, son menores al 0.01 porciento. Entonces, pues claro que es comprensible que la idea de que moriremos nos cause aprehensión suficiente como para querer negarlo a toda costa. Pero, considerar que aparte de las escasas probabilidad de que exista vida tal como la conocemos, ésta es, además, brutalmente breve, es comenzar a contemplar la preciosidad de la vida humana.
Hay quienes sugieren que la ciencia es dudable porque no ha concluido aún. Caben así dos posibilidades para la vida eterna del alma o la reencarnación: 1) el universo material es efecto de la mente y no viceversa, lo cual es un argumento solipsista, (ya que la evidencia que tenemos al ver a otros morir es que ya no respiran, comen, cagan, follan o acaso se expresan de forma alguna); y 2) que dado un lapso infinito de tiempo puedan volverse a juntar las causas y condiciones que ahora nos configuran como individuos conscientes, (pero esto es confundir lo posible con lo probable). Así, vivir en base a lo palpable es una decisión ética; y asumirse como un simple mortal la única base sólida para cualquier forma de “espiritualidad”.
Este instante, tal cual, es irrepetible. Y asumir esta postura ética (empírica) incurre en la siguiente consecuencia: no sabemos de ninguna otra forma de vida consciente en el cosmos. Nuestros cálculos, aunque concederé también son abstractos y especulativos, estiman terriblemente escasas las probabilidades de que existan otras formas de vida. En respuesta a esto, es nuestra responsabilidad como especie asegurar nuestra supervivencia como tal (bajo las mejores condiciones posibles), o al menos intentarlo cabalmente. Para ello tenemos a la ciencia, aunque las religiones en general nos tendrían más bien resignándonos a morir cultivando nuestro carácter. Así, nuestra inmortalidad no será una fantasmagoría de ultratumba, sino el legado que dejamos al mundo que sobrevivirá nuestra aniquilación individual. Este legado no será un monumento o nuestro nombre en un tratado histórico —dado suficiente tiempo esto también se borrará—. Nuestro legado es aquello que compartimos ahora, aquello que nos reafirma motivos para preservar la preciosa vida humana.

sábado, 1 de septiembre de 2012

El vértigo y el arte

La columna de agosto para RAZtudio.




Dado lo breve que es una vida humana, es afortunado cuando los sentidos cruzan con arte que honre esta brevedad. Para mi suerte mi gusto no se estanca en un solo género musical, y aún estoy convencido de que Sir Mix-a-lot ha contribuido significativamente a la vida muchos humanos. Sin embargo, la primera vez que escuché el cello de Zoë Keating (Ontario, 1972) quedé absorto, atento al modo en que parecía detener el tiempo. Su música nutre y expande los sentidos, pero sobre todo dignifica el espacio. Sus piezas establecen una relación vital con el entorno, por decirlo de otra manera. Suena un poco como Apocalyptica, pero sin el trasfondo metalero y además, aunque parecen ser muchos cellos, es solo ella, su cello y una pedalera. Con dicha pedalera programa loops, logrando sonar como 16 cellos en vez de solo uno.

Zoë tiene pinta de baterista de banda punk, y al hablar en entrevistas es clara y franca, delatando además una formidable risa de nerd. Pero antes de sugerir que la escuchen o que apoyen para traerla de visita a México, me gustaría ahondar en algunas de sus observaciones torno al proceso creativo. Zoë cuenta que comenzó a tocar el cello joven, por las azarosas órdenes del profesor de música en la secundaria; al mostrar habilidad, continuó con ello de modo más enfocado. A la par de su entrenamiento musical, ella se desarrollo como programadora, trabajando en dicho rubro durante años. Y si bien tocaba como reemplazo en la banda Rasputina, consideraba dedicarse más bien a la programación. Tuvo, sin embargo un jefe que la incitó a seguir con la música, con especial énfasis cuando éste quedara desahuciado por cáncer.


Pero Zoë, dice, había quedado trabada por el entrenamiento musical clásico. El afán por la perfección y el rigor repetitivo que supone el entrenamiento clásico la había congelado. Con el tiempo, y para mi suerte, encontró que si se dedicaba, más bien, a improvisar, volvía a encontrar el gusto por tocar. En otras palabras, al soltar las expectativas virtuosas, ella reconectaba con el sentido original y la emotividad de la música. ¿Qué tal eso como un gesto del inconsciente; como una especie de maldición que conduce al acto creativo, a la expresividad? Esto logra la música de Keating: mantiene la frescura del asombro o descubrimiento de la música, su vitalidad ante el contacto con la experiencia, sin por ello dejar atrás su habilidad técnica. Sumando, claro, el hecho de que además de tocar el cello, programa loops y coordina la computadora desde su pedalera. Pero, y la clave aquí es: la técnica quedó al servicio de la expresión y no viceversa.

Me recuerda a la historia de un buen amigo, quién me ha contado de un terrible vértigo que no lo dejaba en paz. Durante una temporada de su vida padecía un creciente vértigo, sin necesidad de subir a las alturas (a nivel cancha, vamos). Acudió a médicos de todo tipo, quienes le hicieron pruebas de todo tipo, y le recetaban, inútilmente esto y aquello. Nada resultaba. Nada. En dado momento se sinceró consigo mismo: su corazón estaba genuinamente dividido entre dos mujeres con las que pasaba mitad de su tiempo cada semana. Sopesó la situación, todos los pros y contras de ambas, y tomó una decisión. No fue perfecta su decisión, esto lo sabía, pero ya no podía vivir en el perpetuo dilema. Adiós vértigo. Si bien el psicoanálisis considera que un síntoma es siempre preciso y particular en su reclamo, el budismo tibetano, por otra parte (y de modo igual de místico-mareador) considera este tipo de síntomas como demonios que ferozmente exigen que despiertes. Y no solo que despiertes, sino que instiga a reconocer que el entorno mismo está despierto—sea lo que sea que eso signifique (para cada cual).

Otro punto a favor de Zoë es que optó por producir su disco ella misma, lo cual le ha traído un gran éxito comercial: su primer disco One Cello x 16: Natoma (2005) ha estado en la cima de las ventas de música clásica en iTunes al menos 4 veces. Es una clara muestra del lugar que puede ocupar la creatividad en un mercado global digital. Además, estoy seguro que si una disquera y unos productores hubiesen metido mano en su música y en su imagen, probablemente la hubiesen trabado de nuevo, a expensas, también, del éxito comercial que tuvo. Quizás las reglas del juego, en efecto, si hayan cambiado; o al menos hay ventanas de oportunidad que responden ya a otros esquemas de producción. Así, este texto lleva una intención: no solo que escuchen a Zoë Keating, sino incitar a la escucha propia, de nuestros síntomas (aunque suene cursi y fascista); y claro a continuar osando y osando, a pesar de la mezquindad de la crítica y su supuesto realismo.

(Sugiero comenzar por oír su la canción ‘Optimist’ de su más reciente Into the Trees, canción que dedicó a su hijo, poco antes de que él naciera en 2010). Aquí va el link: Zoë Keating, Optimist.