miércoles, 24 de octubre de 2012

El materialismo espiritual

De mi columna en Faena Sphere.



Diario escucho opiniones raras. Con tanta frecuencia como seguro ofrezco las mías. A todos nos pasa. Una que me parece particularmente torpe es aquella que propone una dicotomía entre lo espiritual y lo material. Solo mencionarlo me parece una estupidez, porque ya implica una suerte de división primordial del mundo aunada a la idea de un universo detrás o por encima del universo. Dejémoslo claro: por encima o detrás del universo solo hay más universo. Así como cuando un show se presenta como “detrás de las cámaras”, lo es solo porque “detrás de las cámaras” pues, evidentemente, hay más cámaras.
Esta dicotomía ofrece una metafísica boba donde se le concede a las imágenes mentales una suerte de superioridad sobre lo tangible. Se supone el triunfo de las esperanzas vanas sobre los sentidos. Así, resulta que tantas de las versiones de la espiritualidad son poco más que un desprecio al cuerpo, a lo sensorial. Algunas tendencias incluso intentan luego “reconciliarse” con el cuerpo, pero solo lo subordinan a sus entramados. Como cuando hace una suerte de especulación financiera con el semen y no eyaculan, para entrar en estados de conciencia “superiores”. La cara inversa de esto (que resulta lo mismo) es, por ejemplo, la teología de la prosperidad, donde la deidad se manifiesta en la vida del adepto, premiando su fe con billetes. Como si los billetes necesitaran a Dios tanto como éste a los billetes. Ambos casos sobreponen una teoría del mundo que les reconforte a lo evidente; el mundo tal cual, con su caos y su falta de sentido inherente les da cosita.
“Materialismo espiritual” es un término propuesto por Chögyam Trungpa durante los años 70 como respuesta a la asimilación de religiones orientales que él percibía en su entorno occidental. El término se refiere al modo de apropiarse de teorías “espirituales” para enchularse el ego, solidificar el narcicismo, o para reafirmar una serie de racionalizaciones sobre el mundo. Suele usarse para negar la muerte, la maldad o cualquier aspecto incómodo de la experiencia humana. Pero sobre todo se refiere al modo en que nos obstinamos en forzar al mundo y su devenir en alguna cómoda teoría, de paso sintiéndonos muy superiores a los demás por que ya somos humildes, por ejemplo.
Aquello que llamamos espiritualidad propone la posibilidad de amplificar nuestro modo de habitar nuestra vida, y ofrece métodos para estar más presentes a las experiencias que tenemos. Pero la inercia nos conduce, sin mayor obstáculo, a utilizar las técnicas y teorías de la espiritualidad para idear una versión del mundo, y establecer nuestra territorialidad en este. Es más sincero, desde cierto punto de vista, ser sencillamente un hijo de puta territorial que serlo, torpemente, mientras se cree no serlo. Pasa que tanto de lo que se considera espiritualidad se reduce a una serie de medallitas imaginarias o credenciales metafísicas para evitar la brutal caricia del entorno. Se busca alguna u otra forma de salvación, alguna validación que se está haciendo lo correcto con esta vida. No hay tal cosa, y por ello, eso que llaman la iluminación solo puede ser un accidente, uno que sucede cuando las pretensiones se desgastan por su propio peso.

lunes, 15 de octubre de 2012

El pensamiento mágico.

Otra entrega para la columna 'Síntomas de una época' en Pijamasurf.


Si tras prender una vela roja bajo la luna, y decir su nombre 7 veces, Shakira cediera a tus encantos, sería fácil suponer que tu hechizo surtió efecto. Aunque por otro lado, sería una pena; te obligaría a dudar sobre la autenticidad de sus sentimientos, aunado al pánico de que alguien llegue a prenderle más velas rojas. O, supongamos que a cambio de correr con suerte en una entrevista de trabajo, le prometes a la deidad de tu preferencia dejar de fumar crack. Parece una idea sensata, y más si buscas un trabajo, pero ¿acaso no sobran la deidad y la promesa, tanto como en el caso anterior sobran las velas?
El pensamiento mágico se basa en atribuirle mayor efecto a una cosa, persona o evento del que tiene en realidad. Es una falacia causal que supone relaciones significativas entre ciertos actos y ciertos sucesos. Como cuando un apostador cree que al soplarle a los dados mientras le reza a San Judas, aumenta la posibilidad de una tirada favorable. Es decir, el que sople o no sople, no tiene un efecto cuantificable sobre su tirada. Por algo hay leyes contra arreglar peleas o marcar una baraja, mas no se legislan las sopladas de dados, o las rezadas a San Judas. En casos de incertidumbre, como los juegos de azar, o las caderas de Shakira, la tendencia a recurrir al pensamiento mágico se multiplica. 
El pensamiento mágico exagera el efecto que uno tiene sobre el mundo. Como cuando crees que al comerte el último M&M del paquete desencadenarás el fin del mundo. Es un ejemplo excesivo, quizás, digno de alguna mala ingesta de psicotrópicos, pero sirve para ejemplificar el síntoma. En este sentido, el pensamiento mágico es tremendamente infantil, en cuanto a que no hay distinción entre el mundo y el estado interno de la conciencia. Uno puede estar triste porque está nublado, pero veo difícil que esté nublado porque uno está triste. A diario alguno de los billones de habitantes de la tierra está triste, entonces tendría que estar nublado todos los días, ¿no? Es bastante solipsista el asunto, pues. 
Mucho del problema reside en confundir lo absoluto con lo relativo. El pensamiento mágico, en tanto distorsión cognitiva, es como el efecto mariposa en esteroides y floripondio al mismo tiempo. Claro que el aleteo de una mariposa en China tiene algún efecto sobre un huracán en el Caribe; en este caso, el error reside en sobreestimar la proporción de dichos efectos. Además de devaluar los demás factores que suscitaron la tormenta en el Caribe (como el parpadeo de un perro en Alaska mientras caga), se excluyen todas las causas y condiciones que tuvieron efecto sobre el aleteo de dicha mariposa. Ahí es cuando se llega, más bien, a la infinitud. Cualquier gesto, por minúsculo que sea, es parte indivisible de todo lo demás, y tiene ecos y efectos; dicho gesto es, a su vez, eco y efecto de tantos otros gestos. La cuestión es no perder el sentido de la proporción. Es decir, a la hora de observar los efectos de un acto, o son cuantificables y verificables o no son (al menos en lo relativo, que es lo que nos concierne, netamente). 
Tal es el fallo del bestseller internacional The Secret. El libro supone, sobre todo, que al dorarse la píldora reiteradamente con una idea, ésta se materializa así nomás porque sí. Aparte de ser una apología de la neurosis obsesiva, es una forma de pereza basada en la superstición. Supone que se pueden saltar las etapas y acciones necesarias para obtener algo, a cambio de solo pensar mucho en ese algo. En cierto sentido, realizar prácticas mágicas puede tener un efecto simbólico sobre quién las lleva a cabo. Pero de ahí a pensar que por pintar un pentagrama en tu azotea, así sin más, te vas a ganar un auto, o tu equipo ganará la Champions, es arena de otro costal. La magia, es expresiva, mas no instrumental. 
Hay quienes gustamos de especular sobre lo improbable o incluso lo absurdo. Esto no es pensamiento mágico, mientras se le considere una especulación, y no particularmente como teorías “racionales” bajo la óptica científica contemporánea. Así, a menudo, quienes defienden alguna forma de pensamiento mágico, suelen argüir que la ciencia presenta una cosmología básicamente inerte. Consideran que las ciencias proponen un mundo donde la materia carece de inteligencia o está muerta, por así decirlo. En ninguno de los postulados de las ciencias se dice esto. El hecho de que no le echen más crema a sus tacos con teorías misticomágicas sobre el funcionamiento de las cosas, no implica tal visión del mundo. Pero andarle atribuyendo magia al mundo, eso sí es un modo de asumir que le hace falta tal magia, que carece de asombro.
Cabe señalar que a lo largo de la historia ha habido casos donde teorías que parecen pensamiento mágico, resultaron no serlo. Como con los microbios, por ejemplo. En algún punto de la historia, la idea de que había organismos invisibles que causaban patologías sonaba, fundamentalmente, a un cuento de fantasmas. Vale la pena mantener la mente abierta a las posibilidades, aunque parezcan improbables o inscritas fuera de la narrativa de lo racional. Pero no sin considerar que el que algo suceda posterior a otro evento no es, necesariamente, indicador de qué fue provocado por el primero. El pensamiento mágico es un problema de correspondencia, donde una correlación no es suficiente para probar causalidad. Pero quizás, si cruzo los dedos antes de escribir el punto final de este enunciado, alguien toque a mi puerta a decirme que me he ganado un viaje en crucero con Rihanna.

lunes, 24 de septiembre de 2012

aquel otoño

breve poema escrito a la marcha en un taxi.



Un aleluya
malbaratado. Un paño
de plegarias. Manchas de semen,
tabaco negro y
palabras imprecisas

los dados son imprudentes,
siempre.
pero no tanto como mis manos,
reina.

Ese brutal
permiso, para vernos tal pinche cual.
Y con
permiso:
Un puñado de hojas, dilatando
el curso hacia la tierra; el brillo
de una tormenta
que alumbra al mundo,
por lo que es:

un exquisito albur.

los dados son imprudentes,
siempre.
pero no tanto como mis manos,
reina.



viernes, 21 de septiembre de 2012

Aquella perversa inmortalidad


Reciente colaboración para Faena...

Para las enseñanzas budistas es crucial contemplar la preciosa vida humana. Se instiga al practicante a considerar lo raro que es estar vivo como ser humano, y no como un mosquito, por ejemplo. Pero, para una religión que cree en la reencarnación, esto suena a hipocresía. Más que apreciar la vida humana parecen estar preocupados por no convertirse en hurón, guacamaya o amiba en alguna futura encarnación. Además, si suponen que se reencarna una y otra vez sin cesar, suponen también que en cuestión de un par de eternidades volverán a ser humanos y así sucesivamente. Entonces, la vida humana deja de ser tan preciosa o rara.
A pesar de mi interés por las enseñanzas y prácticas budistas, nunca he comulgado con su credo en la reencarnación. De hecho, me parece que sobra y que es mucho más interesante considerar lo que el budismo puede ofrecer desprovisto de este sortilegio. Prácticamente toda religión promete una forma u otra de inmortalidad. Hay dos corrientes principales de esta promesa: a) un alma eterna que irá al cielo o al infierno; y b) una continuidad singular que reencarnará una y otra vez en alguno de tantos planos. Lo único verificable de esto, es que ambos modelos se basan en la conducta, y en intentos por controlar la conducta con premios y castigos. Con estas promesas, las religiones suelen llevar a cabo, en complicidad con sus devotos, una suerte de terrorismo existencial. Chantajean para obligar ciertas conductas a cambio de los secretos de cómo enchularse la eternidad.
La falacia de fondo en la que inciden estas religiones con sus inmortalidades, es la de suponer una esencia individual e inmutable que de alguna forma entra y sale del cuerpo (como un pedo) justo para evitar la muerte. Tal idea es insostenible ante la lógica y, sobre todo, ante nuestro saber empírico. Digo, si es una esencia inmutable, entonces ¿cómo diablos entra en contacto con otros fenómenos? Porque cuando dos fenómenos interactúan, inevitablemente cambian. Pero al rebatirse estos argumentos, los creyentes suelen recurrir al argumento moral: cada quien debe pagar lo que hace en esta vida. En otras palabras, postulan una justicia divina o karma. Pero estas son patadas de ahogado, un gran “ya las pagarán” mistificado. Diario vemos hijos de puta cuya astucia les libra de pagar, así como gente buena cuya ingenuidad las hace víctimas de algún daño. Por algo tenemos leyes, y sí, son imperfectas, pero prefiero existan.
El credo en la inmortalidad metafísica, dicen, promueve un mejor trato entre personas. Pero las buenas intenciones para la moral y la convivencia humana no hacen más cierta esta inmortalidad. Además, no es ético por una sencilla razón: está basada en una premisa falsa; se basa en un deseo y no en un hecho. Y la vida es un hecho, un hecho cuya preciosidad aumenta conforme se le observa por sus evidencias. Según el modelo matemático del Profesor Andrew Watson de la Universidad de East Anglia, las probabilidades de que exista vida humana dadas todas las condiciones que se tuvieron que dar para ello, y más aún la secuencia precisa de sucesos, son menores al 0.01 porciento. Entonces, pues claro que es comprensible que la idea de que moriremos nos cause aprehensión suficiente como para querer negarlo a toda costa. Pero, considerar que aparte de las escasas probabilidad de que exista vida tal como la conocemos, ésta es, además, brutalmente breve, es comenzar a contemplar la preciosidad de la vida humana.
Hay quienes sugieren que la ciencia es dudable porque no ha concluido aún. Caben así dos posibilidades para la vida eterna del alma o la reencarnación: 1) el universo material es efecto de la mente y no viceversa, lo cual es un argumento solipsista, (ya que la evidencia que tenemos al ver a otros morir es que ya no respiran, comen, cagan, follan o acaso se expresan de forma alguna); y 2) que dado un lapso infinito de tiempo puedan volverse a juntar las causas y condiciones que ahora nos configuran como individuos conscientes, (pero esto es confundir lo posible con lo probable). Así, vivir en base a lo palpable es una decisión ética; y asumirse como un simple mortal la única base sólida para cualquier forma de “espiritualidad”.
Este instante, tal cual, es irrepetible. Y asumir esta postura ética (empírica) incurre en la siguiente consecuencia: no sabemos de ninguna otra forma de vida consciente en el cosmos. Nuestros cálculos, aunque concederé también son abstractos y especulativos, estiman terriblemente escasas las probabilidades de que existan otras formas de vida. En respuesta a esto, es nuestra responsabilidad como especie asegurar nuestra supervivencia como tal (bajo las mejores condiciones posibles), o al menos intentarlo cabalmente. Para ello tenemos a la ciencia, aunque las religiones en general nos tendrían más bien resignándonos a morir cultivando nuestro carácter. Así, nuestra inmortalidad no será una fantasmagoría de ultratumba, sino el legado que dejamos al mundo que sobrevivirá nuestra aniquilación individual. Este legado no será un monumento o nuestro nombre en un tratado histórico —dado suficiente tiempo esto también se borrará—. Nuestro legado es aquello que compartimos ahora, aquello que nos reafirma motivos para preservar la preciosa vida humana.

sábado, 1 de septiembre de 2012

El vértigo y el arte

La columna de agosto para RAZtudio.




Dado lo breve que es una vida humana, es afortunado cuando los sentidos cruzan con arte que honre esta brevedad. Para mi suerte mi gusto no se estanca en un solo género musical, y aún estoy convencido de que Sir Mix-a-lot ha contribuido significativamente a la vida muchos humanos. Sin embargo, la primera vez que escuché el cello de Zoë Keating (Ontario, 1972) quedé absorto, atento al modo en que parecía detener el tiempo. Su música nutre y expande los sentidos, pero sobre todo dignifica el espacio. Sus piezas establecen una relación vital con el entorno, por decirlo de otra manera. Suena un poco como Apocalyptica, pero sin el trasfondo metalero y además, aunque parecen ser muchos cellos, es solo ella, su cello y una pedalera. Con dicha pedalera programa loops, logrando sonar como 16 cellos en vez de solo uno.

Zoë tiene pinta de baterista de banda punk, y al hablar en entrevistas es clara y franca, delatando además una formidable risa de nerd. Pero antes de sugerir que la escuchen o que apoyen para traerla de visita a México, me gustaría ahondar en algunas de sus observaciones torno al proceso creativo. Zoë cuenta que comenzó a tocar el cello joven, por las azarosas órdenes del profesor de música en la secundaria; al mostrar habilidad, continuó con ello de modo más enfocado. A la par de su entrenamiento musical, ella se desarrollo como programadora, trabajando en dicho rubro durante años. Y si bien tocaba como reemplazo en la banda Rasputina, consideraba dedicarse más bien a la programación. Tuvo, sin embargo un jefe que la incitó a seguir con la música, con especial énfasis cuando éste quedara desahuciado por cáncer.


Pero Zoë, dice, había quedado trabada por el entrenamiento musical clásico. El afán por la perfección y el rigor repetitivo que supone el entrenamiento clásico la había congelado. Con el tiempo, y para mi suerte, encontró que si se dedicaba, más bien, a improvisar, volvía a encontrar el gusto por tocar. En otras palabras, al soltar las expectativas virtuosas, ella reconectaba con el sentido original y la emotividad de la música. ¿Qué tal eso como un gesto del inconsciente; como una especie de maldición que conduce al acto creativo, a la expresividad? Esto logra la música de Keating: mantiene la frescura del asombro o descubrimiento de la música, su vitalidad ante el contacto con la experiencia, sin por ello dejar atrás su habilidad técnica. Sumando, claro, el hecho de que además de tocar el cello, programa loops y coordina la computadora desde su pedalera. Pero, y la clave aquí es: la técnica quedó al servicio de la expresión y no viceversa.

Me recuerda a la historia de un buen amigo, quién me ha contado de un terrible vértigo que no lo dejaba en paz. Durante una temporada de su vida padecía un creciente vértigo, sin necesidad de subir a las alturas (a nivel cancha, vamos). Acudió a médicos de todo tipo, quienes le hicieron pruebas de todo tipo, y le recetaban, inútilmente esto y aquello. Nada resultaba. Nada. En dado momento se sinceró consigo mismo: su corazón estaba genuinamente dividido entre dos mujeres con las que pasaba mitad de su tiempo cada semana. Sopesó la situación, todos los pros y contras de ambas, y tomó una decisión. No fue perfecta su decisión, esto lo sabía, pero ya no podía vivir en el perpetuo dilema. Adiós vértigo. Si bien el psicoanálisis considera que un síntoma es siempre preciso y particular en su reclamo, el budismo tibetano, por otra parte (y de modo igual de místico-mareador) considera este tipo de síntomas como demonios que ferozmente exigen que despiertes. Y no solo que despiertes, sino que instiga a reconocer que el entorno mismo está despierto—sea lo que sea que eso signifique (para cada cual).

Otro punto a favor de Zoë es que optó por producir su disco ella misma, lo cual le ha traído un gran éxito comercial: su primer disco One Cello x 16: Natoma (2005) ha estado en la cima de las ventas de música clásica en iTunes al menos 4 veces. Es una clara muestra del lugar que puede ocupar la creatividad en un mercado global digital. Además, estoy seguro que si una disquera y unos productores hubiesen metido mano en su música y en su imagen, probablemente la hubiesen trabado de nuevo, a expensas, también, del éxito comercial que tuvo. Quizás las reglas del juego, en efecto, si hayan cambiado; o al menos hay ventanas de oportunidad que responden ya a otros esquemas de producción. Así, este texto lleva una intención: no solo que escuchen a Zoë Keating, sino incitar a la escucha propia, de nuestros síntomas (aunque suene cursi y fascista); y claro a continuar osando y osando, a pesar de la mezquindad de la crítica y su supuesto realismo.

(Sugiero comenzar por oír su la canción ‘Optimist’ de su más reciente Into the Trees, canción que dedicó a su hijo, poco antes de que él naciera en 2010). Aquí va el link: Zoë Keating, Optimist.


jueves, 9 de agosto de 2012

Linajes espontáneos

El texto de Julio para FaenaSphere.


Resulta imposible delinear con certeza el límite entre el mito y los hechos en la vida de figuras religiosas. Como suele ser el caso de la biografía de cualquier celebridad. Tanto de lo que se dice sobre la vida del Buda (Sakyamuni) nos llega a través de un milenario teléfono descompuesto, donde los sucesos y las fábulas se baten. Por ello, al abordar estas biografías, vale la pena tomarse las cosas con un grano de sal y con tres cucharadas de humor. No sería descabellado considerar que tanto de estas grandes narrativas con el tiempo convertidas en religiones comenzaron, incluso, como simples chistes. Lo que es indudable es que a pesar del tiempo tales anécdotas continúan fungiendo como analogías o parábolas muy eficientes.

Hay quienes prefieren buscar y validar los hechos en tales leyendas, procurando registros históricos y demás. Esto ayuda a poderle otorgar contexto a lo que se cuenta sobre el Buda. Sin embargo, es esencial indagar el sentido personal de estas historias. Como bien dicta aquella máxima: si no es práctico, no es espiritual. Tantos de los sutras comienzan con las palabras 'Esto he oído' (pali; evam me sutam), indicando que: 1) tales textos son un recuento, similar al modo en que Platón cuenta las aventuras argumentativas de Sócrates, y 2) que por ser un chisme (de segunda mano), vale la pena dudar de lo dicho. Es decir: pensarlo por uno mismo en vez de tomarles la palabra.

Las enseñanzas de una figura como el Buda no se reducen a lo que haya vociferado ante una multitud, y que, además, ahora se recuerde textualmente. Mientras que los registros escritos de las enseñanzas ofrecen una probada de lo sucedido, no representan la totalidad de las acciones de un personaje como el Buda. Tales textos sirven, sobre todo, para establecer una autoridad canónica, dando soporte a instituciones y linajes que, por un lado, preservan las enseñanzas ante el paso del tiempo. Por otra parte, sus mitos y textos sirven para validar un orden político particular en la región. Para ello, sus jerarquías suelen descartar la experiencia individual, acumulan, en cambio, seguidores que en vez de investigar la realidad se acomodan con una versión pre-masticada de la misma.

                                        


El otro lado de esta moneda es considerar las instancias donde una figura como el Buda --o alguno de tantos Budas anónimos-- transmitió sus descubrimientos, sin que alguien guardase un registro de ello. La ausencia de un registro escrito no le resta validez o potencia a un suceso. Hay linajes que ni siquiera saben que son linajes, y tampoco importa que lo sean. Pero igual transmiten enseñanzas precisas sobre la naturaleza de la mente y de la realidad. Sería ridículo pensar que solo los budistas tienen algún monopolio sobre las enseñanzas budistas. La realización que el buda logró no fue compartida exclusivamente en situaciones que derivarían en instituciones religiosas.

No niego la importancia que tiene una buena instrucción, en particular ante la infinita capacidad de auto-engaño del ser humano. Pero quedarse a esperar la validación de un linaje, es como pasarse la noche preguntando a la pareja si el acostón estuvo bueno: ¿qué no estuviste presente mientras lo hacían? De esta reflexión me quedo con lo siguiente: 1) eso de la espiritualidad implica cuestionarse honestamente las motivaciones propias, una y otra vez; y 2) ¿cómo diablos sabes que lo que te acaba de decir el imbécil de a lado no es una transmisión del mismísimo Buda? ¿Porque no porta túnicas, no huele a sándalo y tampoco habla como Yoda?
                                   

viernes, 3 de agosto de 2012

Cenicero de Hotel

La columna de Julio para RAZtudio.


Durante temporadas de mi vida los hoteles de paso me han servido de guarida. A estos espacios he confiado mi perra soledad y el desenfreno necesario para continuar comulgando con el mundo. En sus camas he sido reeducado una y otra vez sobre los posibles significados de la palabra “humano”; bajo el refugio sonoro de Telehit he saboreado la ternura que guarda declamarle injurias a una extraña; en sus techos he contemplado mi pobreza mental; y en sus espejos he visto cuerpos ir y venir, tanto como de pronto me he encontrado con la mirada ajena de un tipo idéntico a mí. Tales sacudidas a las certezas sobre quién soy y qué quiero, con el tiempo derivan en una serenidad más plena. Pero esta serenidad jamás llega antes de encender un cigarrillo.

Sí, fumo en estos espacios cerrados, y aunque la Ley Antitabaco del Distrito Federal prohíbe fumar en estos espacios, no puedo ni imaginar que no se fume ahí adentro. ¿Qué se supone debo hacer entonces, conversar? ¿Hacer respiraciones yóguicas acaso? Además, nadie me dijo que no podía fumar. En la recepción se limitaron a preguntarme si quería “la promoción de 6 horas” (que es una manera discreta de preguntar si “solo vengo a coger”). De hecho, me entero de tal prohibición gracias al cenicero que tiene grabado el símbolo internacional de no-fumar, y debajo lee: GRACIAS POR NO FUMAR. Es como si sobre el buró hubiese una lata de coca-cola abollada y agujerada que tuviese grabadas las palabras “Gracias por no fumar piedra”. Es curioso que sea por un cenicero que me entero que “no está permitido” fumar. En este caso fumar o no-fumar no es un dilema, pero tampoco es precisamente una ironía.

Un cenicero que dice “gracias por no fumar”, no solo dice “fume pero no fume”, sino que establece, y recuerda, que hay un código. Dentro como fuera del hotel, el código precede a la ley. Esto es terrible en cierto sentido y muy intuitivo en otro. Es gacho porque resulta permisivo, y reitera una flexibilidad de la ley; pero es intuitivo porque remite al origen de la ley: procurar el bienestar común. Si no se funda en la empatía la ley es prácticamente imposible. Su contraparte es: “yo me hago el occiso si tú te haces el occiso”, un código necesario para tener leyes de otro modo intolerables por su rigidez. ¿Pero cuál es el límite de estos pactos tácitos? En el caso de los ceniceros no concierne si fumas, lo que concierne es que recuerdes uno de los principios básicos del hotel de paso: la discreción. El hotel de paso es un sitio donde no importa lo que hagas dentro de tu habitación; lo importante es que es tu problema, y solo tu problema, mientras no lo hagas problema de alguien más. “El respeto al derecho ajeno es la paz”, dicen.
                

Pero, ¿acaso la hipocresía resulta más virtud que vicio? Digo, se puede concebir la hipocresía como muestra de una sensatez requerida para sobrevivir y tolerar las ambigüedades de la vida; incluso puede verse como un modo de asumir cuán efímeras son nuestras opiniones, preservando así el derecho a retractarse. Estos ceniceros —en plural porque la mayoría de los hoteles de paso en el DF los tienen— me han llevado a preguntarme si esa tan mexicana doble moral, esa que tanto suele irritarme, no será evidencia de una sabiduría tradicional aún indispensable. ¿Será que al preservar las apariencias se guarda más que las apariencias?
Puede que guardar las apariencias sea una forma de presentar respeto a los ancestros o a la evolución misma, por medio de tradiciones. También puede que sea un modo de lidiar con el caos del mundo, por medio de fórmulas fijas. Digo, ¿para qué hacerle al cuento de no-fumar, si todos sabemos que se va a fumar? Estas formalidades, aparentemente huecas o incongruentes, aluden a la necesidad de un orden político para la sociedad humana. Para sobrevivir como especie colaboramos, renunciando a ciertos impulsos para proteger nuestras libertades. En otras palabras, en sociedad disimular es parte fundamental de subsistir, tanto como es requisito para fumar donde se supone no se fuma. Para formar sociedades humanas se requiere una autoridad que, en el mejor de los casos, sea responsable ante a quienes le otorgan poder (la relación entre un Estado y un Estado de Ley). Esto implica un equilibrio en constante movimiento, donde distintas fuerzas deben competir y cooperar. Para mantener esta constante tensión, tales fuerzas, necesitan tener e intercambiar secretos. Pero son secretos a voces; es decir, secretos que en realidad son evidentes, pero cuyas apariencias mantenemos para perpetuar un orden (a menudo patológico). Guardar las apariencias, comoquiera, hace tolerables las contradicciones constitutivas de cualquier nivel de convivencia.
Cuánto rollo para hablar de un cenicero; bien pude haber abierto la ventana y fumado con la cabeza de fuera. En fin, con esto en mente, contemplo la sapiencia de Robert Downey Jr cuando dice: “Escucha, sonríe, accede, y luego ve y haz lo que te de la gana de todos modos”. Por ahora prenderé otro tabaco y tiraré la ceniza justo donde dice “gracias por no fumar”; además, lo haré jugando a que es una ofrenda pagana a la estabilidad que solo un simulacro puede propiciar. Aquella estabilidad necesaria para el progreso (el descubrimiento del WiFi, el condón, el MDMA o el Bosón de Higgs, etc.). Son mis 6 horas; ya las pagué.