jueves, 16 de diciembre de 2010

el espíritu del sexo

aquí adelanto una reflexión sobre espiritualidad y sexualidad próxima a salir en Max...

Como reacción inicial, al intentar hablar sobre las relaciones entre espiritualidad y sexo, usualmente se conjuran una serie de imágenes mentales bastante peculiares. Estas ideas habitualmente se dividen en sexo espiritista y, por otra parte, la espiritualidad como excusa para unos arrimones. En realidad es casi imposible distinguir uno del otro, pero por fines prácticos, y de entretenimiento, los dividiremos dependiendo del color de las túnicas. Con ropas blancas (y a veces turbante) se asocian aquellas prácticas (o tomadas de pelo) asociadas con velas de colores, dietas escuálidas, parados de cabeza, auras, miradas de disimulada iluminación y sensibilidad extrema, todo a ritmo de música new age. Del otro extremo de la gama, con ropa negra (y en ocasiones con capucha), se asocia con orgias de sociedades secretas (tipo Eyes Wide Shut) y/o con sadomasoquismo entre ninfómanas vestidas de monjas, quienes encuentran usos insospechados para sus rosarios. La idea general, en estos casos, es que el sexo espiritual es cómo una droga que “pone chido”, en especial cuando se hace bajo los efectos de algún estimulante psicotrópico. Pero la mayoría no participamos de este tipo de ritos y solemos, más bien, deambular en una brutal escisión entre lo espiritual y lo sexual, acabando así con una vida dividida en compartimentos aislados. Bueno, salvo aquellos instantes en que alguna estrella porno irrumpe nuestros compartimientos con un desentonado “¡Oh my god!”.

Pero qué lío esto de la espiritualidad y el sexo; es decir, ¿qué diablos es la espiritualidad; de qué se trata?, y más aún, ¿qué diablos es el sexo? Ambos temas se nos presentan de pronto tan evidentes como intangibles. Ambos son tan obscenos como lo son misteriosos, y ambos son constantes e ineludibles en nuestras vidas. En fin, podría ser que el lío más bien reside no en sus contrastes y aparentes incompatibilidades, sino en que en realidad son tan afines que resulta borroso distinguir uno del otro.

Ya van varias ocasiones que leo en alguna revista de chismes a alguna actriz declarando que para ella “el sexo es algo espiritual”. Además de rechinar los dientes incrédulo, deduzco al menos dos cosas: 1) intenta verse muy elevada situando la sexualidad dentro del ámbito de lo sagrado, y 2) trata de decir que ella busca en sus intercambios sexuales un grado de conexión o comunicación más profundo e íntimo con sus parejas. Haciendo a un lado la imagen de sí que esta actriz busca crearse en el ojo público, hay algunas implicaciones interesantes en estas posibles lecturas.

La primera cuestión gira torno a la sacralización de lo sexual, e incita una reflexión pertinente sobre la concepción de lo Sagrado como tal. Para empezar habría que invocar a las tantas culturas del mundo que no tienen un término para designar algo sagrado. Esto no sucede porque sean incapaces de llegar a concebir tales sutilezas, sino porque más bien les parece que sobra. Pasa que al bautizar algo como “sagrado” siempre es a expensas de que entonces todo lo demás resultará no ser tan “especial”. Por ende, hay cosas que entonces no sólo no se consideran sagradas, sino que pasan incluso a ser antisagradas o malditas. Así de nuevo acabamos con una visión del mundo partida en pedazos. Con esta común concepción no examinada de lo sagrado, tiendo a deducir que la actriz en cuestión, al hablar del sexo sacro se refería a: una especie de profundo respeto mutuo, atención acentuada, una disposición a la devoción y cierto tacto tirado hacia la cursilería.

Nos presenta así, una visión del sexo como algo muy refinado y bonito. Pero en general, estas teorías sexuales suelen terminar con ideas chistosas sobre los fluidos corporales. Particularmente tienden a proponer que el semen no debe correr libremente, porque esto sería un desperdicio de energías que mejor podrían utilizarse para alcanzar la iluminación (o sea un estado muy muy cabrón pero indefinible). En lo personal, esta retentiva seminal me parece el equivalente corporal a la especulación financiera, donde por ende la sexualidad no es algo en sí, sino un mero medio para un fin abstracto e ideal. Además, lo sagrado en la sexualidad se encuentra en su inutilidad, en su falta de propósito, en su juego, y así, en un derroche sin razón: un sacrificio (sacre: sagrado, facere: hacer). En cambio estas versiones mezquinas del sexo espiritual son iguales a los tantos pronósticos seudocientíficos del placer, donde el orgasmo es una obligación para relajarse y tener buen humor y ser productivos y todo eso. Continuamente osan encajonar y controlar algo que por su naturaleza nos rebasa, nos mueve y nos constituye.

Todo esto anterior está muy bien como modo de entretenimiento y todo eso, pero es bastante parcial—y materia de gustos—. Lo que pasa por alto, o de plano niega, es lo que se conoce, en referencia a la antigua Grecia y a los ritos paganos pre-cristianos, como el aspecto Dionisiaco de lo sagrado. Lo Dionisiaco se refiere a la sublime y desgarradora intoxicación de los sentidos, al caos y a la tragedia extática, lo carnavalesco, lo grotesco y ese llamado primal de la sangre y la tierra. En otras palabras, nos presenta una visión más completa y menos fracturada por la moral de todo lo que implica estar vivo. Negar estos aspectos, incluso designándolos como málditos, es sintomático de una cultura que por necesidad y supervivencia le apuesta al cálculo y a la razón sobre todas las cosas, descartando con ello la inevitable realidad de lo desconocido. Pero el sexo, como pulso y flujo del cosmos que recorre nuestros sentidos, nos despierta a lo desconocido en nosotros y en nuestro entorno. Aviva nuestra experiencia plena del presente, con todo el desconcierto original y el fulgurante misterio que es estar vivos. Y a veces nomás es un rapidín, ¿y qué?

Pero es una tendencia que se repite en tantas culturas y épocas. Bien podría ser que aquello de la espiritualidad—el sentido de la vida y todo ese asunto—ha suscitado muchas teorías a lo largo de la historia. De estas, una que se repite con ahínco es aquella donde el cuerpo y el alma son separables, como un vibrador y sus baterías. Basada en la ilusión de que al morir una esencia inmaterial abandona el cuerpo, esta idea rechaza al cuerpo como un mero vehículo. De ahí derivan tantas ideas sobre la espiritualidad como algo que trata con metafísica y dimensiones extrasensoriales, y cosas paranormales e insípidas. Este tipo de propuestas han forzado a la espiritualidad a relegar los sentidos al olvido, junto con todos sus efectos y sensaciones, considerándolos más bien burdos, en vez de sutiles.

Como respuesta a esta simple confusión—o preferencia—en oriente las tradiciones tántricas han hecho uso de los sentidos para instigar y seducir hacia un modo más despierto de vivir. Decidieron, mejor, que nuestra experiencia del mundo se da a través de los sentidos y que esto, por sí mismo es asombroso; es decir sagrado. Con ello, todo lo que pasa por nuestros sentidos, el mundo entero, es ya sagrado, tal y como es. Y la práctica diaria consiste en no perder esto de vista, pase lo que pase. Este no es un fenómeno exclusivo de oriente, ya que en tantos de los símbolos religiosos de occidente también se alude a la sexualidad como un canal para las fuerzas del universo. Pasa que son símbolos que han sido históricamente ofuscados y apropiados, pasando por múltiples interpretaciones sobre sus significados. Pero si prestamos atención a sus formas, seguro aun logran comunicar su intención primordial. La espiritualidad también es un albur. Pero esto—como cualquier cosa—se presta para usos y abusos, y la proverbial doradita de píldora con fantasías espiritosas. Requiere, de entrada, honestidad personal, ya la vida y las situaciones se encargan del resto. En otras palabras: no importa si es “sagrado” o “muy acá” o se usan crucifijos con hierbas o mantras milenarios o el condón de Aliester Crowley o lo que sea, cualquier acto sexual debe ser consensual.

Ahora regresemos a la segunda deducción derivada del presuntuoso decreto de dicha actriz en los tabloides, donde consideramos que puede que se refiera a una conexión más profunda a través del sexo. Y ¿por qué no? El flujo mismo del deseo en nuestras vidas nos recuerda que somos entrañablemente dependientes de todo el resto del mundo: de los demás, de los elementos, etc…, y la sexualidad, como un juego libre del erotismo nos reconecta con una verdad básica: no existimos fuera del mundo como frente a una pantalla, como una entidad aparte; sino que estamos completamente en el mundo, de modo inmanente e indivisible, como parte de todo. Eso es comunión. (Pero si quieren, pueden debatirlo con su muñeca inflable en el plano astral). Amén.


martes, 16 de noviembre de 2010

la publicidad y la muerte

otro texto de mi columna en Max...


Resulta apabullante la cantidad de mensajes a los que estamos sujetos en una urbe como la Ciudad de México. Basta con salir una breve temporada al campo y apagar los aparatos electrónicos para, al regresar, encontrar suficiente contraste desde el cual apreciar el asedio publicitario. Es uno de esos gestos divinos de la modernidad: la continua quesque-renovación de la noción de actualidad. Así se perpetúa la sensación de que algo está pasando, dictaminando, de paso, sobre qué se trata el presente histórico.

No sé realmente que tan complicado sea idear una campaña publicitaria para una funeraria. Podría parecer como algo muy delicado, requiriendo gran tacto, pero (a) no puede ser más difícil que anunciar tampones, y (b) las religiones organizadas llevan ya siglos de experiencia con el tema. “Cuando no tienes cabeza para pensar, nosotros pensamos por ti”, lee la más reciente campaña publicitaria de una de las funerarias más prominentes de la nación. A primera instancia alude a la asistencia profesional que ofrecen durante el shock y la titubeante irrealidad ante el duelo por la muerte de alguien cercano, pero podemos también leer otras tantas implicaciones en su mensaje. Considerando al ingenio publicitario como sintomático de una era, ¿acaso no encontramos entre sus palabras algo más (y algo menos) de lo que pretenden decir?

Veamos: (1) ¿qué tanto confías en que alguien (particularmente un negocio) piense por ti cuando estás vulnerable? (2) ¿Apoco sí permiten que pierdas los estribos a plenitud (que rompas el féretro a cabezazos o saques a patadas al sacerdote)? ¿No hacen más bien lo contrario, formulando un espacio donde sea estéril la emoción ante el único hecho ineludible del vivir: morir? (3) Es una elección curiosa de palabras, tomando en cuenta la narcoteatralidad en boga que instala cabezas sin cuerpos (y viceversa) por doquier, para marcar territorios y protocolos. (4) En relación al punto anterior, aparte, me remite al padecer Cartesiano de nuestra cultura: separando la psique del cuerpo, tanto como la razón de la emoción; cosa que resulta en uno de los métodos más ensayados para negar la brutal incertidumbre de la muerte, intentando imponer la existencia de alguna esencia abstracto-bizarra que trasciende la descomposición del “cuerpo”. Así morir ni es morir (ni vivir vivir, ¿no?).

Comoquiera, a ratos así se siente rondar por una ciudad tan atascada de mensajes publicitarios: como si, en efecto, mi cabeza no está en mis hombros y se encuentra esparcida entre tanta insinuación. Todos esos anuncias piensan por mí. Y su efecto es tan avasallador que resulta inútil preocuparme por mi voluntad individual ante su plétora de sugerencias no solicitadas. Parece más sensato dejar que la paranoia llegue a su conclusión extrema, para mejor sentir alivio ante lo que de todos modos es urbanamente inevitable: la publicidad y la muerte. Además, quizás tengan servicios pro-bono y puedan pensar por mí tan a menudo como me beneficiaría de tener “cabeza” para hacerlo por cuenta propia.



viernes, 5 de noviembre de 2010

techgnosis sexualis

Este texto fue un encargo para Max sobre sexo y tecnología...

Generalmente, al hablar de sexo y tecnología, las discusiones tienden a inclinarse sobre alguna idea moralista sobre la interacción virtual, llena de una nostalgia utópica por un ayer donde la gente aún era gente y se conocían en persona (como la gente que es gente). La otra es que suelen deambular por algún debate torno a la naturalidad del uso de aparatos y pilas en la cama. Dudo que sea de mucha consecuencia alegar sobre el aislamiento que disque produce la red en las personas, ya que dudo también de la supuesta intimidad que se le atribuye a las interacciones “en vivo” por default. Estas supuestas polémicas se formulan como si no estuviésemos atiborrados de estrategias bizarras para comunicarnos, sarcasmos fallidos, dobles intenciones y múltiples malentendidos. Además—por jugar al abogado del diablo—la distancia virtual del chateo, a ratos permite la seguridad suficiente para propiciar algún tipo de franqueza. Pero hay un fenómeno que me intriga aún más: ese efecto bizarro que puede generar una conversación chateada gracias a la falta de voz, gestos y contexto en lo que se dice. Me intriga porque me parece que pone de manifiesto lo tanto que nuestra comunicación (virtual o no) depende de una gran tolerancia a los desentendidos.

Somos humanos (seres conscientes de su propia muerte, inmersos en el lenguaje desde que nacemos) y como tal nuestras vidas se ven continuamente alteradas por la tecnología, de modo que la tecnología nos recuerda hondamente que no existimos como entidades aisladas e independientes en un vacío. Nuestras vidas dependen del resto del mundo, así como nuestras acciones tienen efectos en nuestro entorno. Siempre hemos sido cyborgs—dependemos del uso de herramientas, y mutamos con sus descubrimientos. Las cuestiones sobre la naturalidad y la autenticidad son alucinaciones raras que nada tienen que ver con la realidad de la condición y sexualidad humana. Además, natural, no es más que una palabra que usamos para designar algo tan incomprensible como el que exista algo en vez de nada.

Los cruces y roces entre el sexo y la tecnología se prestan para una amplia gama de exploraciones (y confusiones). Consideremos cuanta tecnología ha derivado de la sexualidad humana; podríamos incluso argumentar que toda tecnología encuentra parte de su motivación en la sexualidad, ya sea en algún aspecto del flirteo o por sus consecuencias posteriores. Así también, en casi todas las culturas del mundo tanto la tecnología como el sexo han sido centrales a la concepción del cosmos de dicha sociedad, consideradas en ocasiones como fuentes de magia e incluso de comunión con la divinidad. En fin, para indagar el tema de modo que resulte tangible para nuestros días, comencemos donde más conviene explorar las cosas que pasan en nuestros días: con un episodio de South Park.

En el episodio 6 (Over Logging) de la doceava temporada, con su lógica infalible y mordaz, South Park nos presenta algunos de los dilemas básicos de la relación sexo-tecnología en la actualidad. La trama va algo así: debido a un exceso de actividad en-línea, la internet como tal (es decir TODA la red) deja de funcionar en el mundo entero. Debido a ello, las personas—ya desesperadamente aburridas—comienzan un peregrinaje hacia Silicon Valley en busca de la señal perdida. En dicha aventura se suceden situaciones que ejemplifican algunas de las peculiaridades de la sexualidad en tiempos virtuales. Por un lado, Shelley, la agobiante y medio monstruosa hermana de Stan (el del gorrito azul con rojo), se histeriza violentamente—más de lo usual—porque sin señal no podrá comunicarse con su “amado Amir”. Lo curioso es que cuando, en un campamento para refugiados del internet, donde las personas toman un número para usar la red 40 segundos por turno, ella se encuentra en vivo con el susodicho: ante tal encuentro, ambos responden con un breve e incómodo saludo, para despedirse prontamente acordando pronto chatear de nuevo. En otras palabras, optan por permanecer dentro del juego de fantasías idílicas, suspendidas indefinidamente en la virtualidad, en vez de tener que lidiar con una interacción en vivo—y sus posibles desenlaces y desencantos. Pasa que en un intercambio en vivo las fantasías no tendrían el mismo soporte que la borrosa distancia del chateo permite. ¿Pero apoco necesitamos de redes sociales (facebook, myspace, et al.) o páginas de citas (match.com, adult friendfinder, manhunt, et al.) para impedir patológicamente que nuestras fantasías se cumplan? A veces que nuestras fantasías se cumplan es lo que más tememos secretamente.

Por otro lado, Randy, el papá de Stan, tiene un grave, grave problema: sin internet, no se puede masturbar. Pasa semanas acumulando una hinchazón testicular muy penosa, debido a una avanzada dependencia para con su secuencia predilecta de imágenes perversas (colegialas japonesas que intercambian fluidos corporales, bestialidad…). Randy dice, “después de todo lo que he visto y sé que está ahí, al alcance de mis dedos, sencillamente no puedo regresar a una simple Playboy”. Digo, no dudo—en lo más mínimo—que aún seamos capaces de masturbarnos sin internet—si fuese absolutamente necesario—, pero quizás el fino arte de (auto)erotizar por medio de fantasías imaginadas sea una práctica en peligro de extinción. Cuán distintas son nuestras vidas hoy en día a comparación de hace 5, 10 o 20 años debido a los alcances de las tecnologías en la vida cotidiana y nuestras relaciones. Y cuántas cosas nomás no cambian, como los celos, por ejemplo. Cosa que me hace pensar en todos los gadgets o programas que ahora existen para entrar al correo de una pareja o para localizarla por GPS vía celular, muy a la James Bond gandallita celoso. Negar que los avances tecnológicos tengan efectos sobre nuestra sexualidad y viceversa, sería tan absurdo como negar que la tecnología no afecta en nada a la NFL (y viceversa). Consideremos pues, la siguiente pregunta: ¿tener sexo virtual con alguien que no es tu pareja es una infidelidad? Y, ¿si fuese un intercambio sexual con un personaje de videojuego, es distinto que si fuese con el avatar de otra persona?, ¿por qué?

Bien podemos suponer que las respuestas a estas preguntas varían según la mentalidad y temperamento de cada persona, pero con el ritmo de aceleración de los avances tecnológicos, son preguntas que habrán de tornarse cada vez más pertinentes. Ya sea por la inmersión total en realidades virtuales—como un wii pero de cuerpo completo con retroalimentación multisensorial—, o por los avances de la robótica, el involucramiento sexual entre humanos y máquinas promete ir en crescendo. Esto trae a mente la serie de fotos Still Lover de Elena Dorfman (http://elenadorfman.com/art/still-lovers/index.html), donde muestra escenas cotidianas de personas con sus Real Dolls, la versión más sofisticada (y costosa) de una muñeca inflable. Quizás como pareja no se esté de acuerdo con que tu amado/a tenga coito (¿se masturbe?) con un androide, pero no por eso es necesariamente una infidelidad, ¿o sí? Ya a su tiempo se irán resolviendo los estatutos legales de tales cuestiones, para fines de divorcios y demás. Pero por similitudes aún parece más molesto (para quien le molesta, claro), encontrar a tu pareja con una aspiradora que con una muñeca inflable, ¿no?

Tras la muestra de tecnovirtuosidad 3D de Avatar, la industria del porno amenaza ya con traer a la pantalla producciones porno imax 3D; por su misma lógica, donde la obscenidad se equipara con la explicitud, podemos preguntarnos ya, cuánto habrán de tardar en sacar a la venta simulaciones, donde por medio de aparatos (ya sea un traje con goggles extraños una consola electroencefálica), se permita al consumidor vicariamente experimentar la sensación de estar penetrando a Jenna Jameson bajo una cascada tropical (o cosas por el estilo), desde la comodidad de su sala. Otro posible desenlace interesante es el que puedan llegar a producir los nanobots en la sexualidad humana, modificando al cuerpo de maneras insospechadas, o los que puedan generar los avances farmacológicos, donde quizás además de erecciones prolongadas se cuente pronto con pastillas que tiñan el semen de colores fluorescentes (según el humor, como los anillos esos que cambian de color con el ánimo—según—) y etc. ¿O qué tal hologramas animados en los fluidos vaginales? Digo, ¿acaso lo que hace un X-Box en blue ray no serían apabullantemente insólito hace unos años cuando apenas salía el Intellivision o el Atari?

Otro de los escenarios más optimistas es el de contar con medios más eficientes, baratos y accesibles para la mejor detección, tratamiento o hasta cura de las tantas enfermedades venéreas a las que hoy seguimos expuestos. El tema de las intersecciones entre sexo y tecnología es extenso como pocos temas, rondando en zigzag entre lo sublime y lo perverso, desintegrando sus distinciones entre cada ir y venir. Además es un tema que habrá, sin duda, de continuar creciendo en complejidad, subtemas, implicaciones y complicaciones. Resulta, de entrada, abrumador y excitante, y demanda tantas perspectivas que cualquier obra al respecto que sea menos que enciclopédica, resultará siempre parcial y microscópica. Pero bueno, algo tenemos que hacer de aquí a que nos encontremos sin querer queriendo, virtualmente desnudos, bajo esa cascada tropical en la red…


martes, 12 de octubre de 2010

viva la fashion (ponte la camiseta)

Este texto aparece en mi columna de este mes en Max...


No por nada se incluye como parte del soundtrack de la serie de TV Los Sopranos la canción de Bob Dylan, Gotta Serve Somebody, recordándonos que, seas quién seas, vas a tener que servir a alguien. A la par de interrumpir esa adoración que subsiste en nuestra sociedad para quienes creemos no sirven a nadie, alude también a una verdad ineludible: ninguno de nosotros existe suspendidos en la nada, completamente aislados de los demás. Pero el que seamos interdependientes no quiere decir que no tengamos criterio, así como tampoco justifica frasesillas chaquetas como esa de “ponte la camiseta”. Esta combinación de palabras, llena de alusiones a la solidaridad y al esfuerzo colectivo, me ha provocado ya suficiente escozor como para reflexionar sobre algunas de sus ramificaciones.

Es una práctica curiosa, aquella de pagar un monto considerable para portar la playera oficial (u oficialona) del astro del balonpie del momento. Pero además de ser muestra de la idolatría religiosa del pamból, nos remite, quizás, a la máxima mística del poeta simbolista Arthur Rimbaud, quién declamaba: “Yo es un otro”. Sin duda, Messi no sería el Messi de no ser por los millones de aficionados que le otorgan dicho lugar en el mundo del deporte. Así, de vuelta, el fan incluye como parte entrañable de su identidad al ídolo (ese qué depende del fan para ser ídolo).


El reciente espectáculo reality-narco-media-legal del arresto de “La Barbie”, presenta otro grado de esta práctica espiritual de la playera ajena. Apenas pasado el evento, una amiga me envió un link de MercadoLibre, donde se vende ya la playera “Igual a la de La Barbie (Póntela Ya)”. Se vende como pan caliente. (Así, entre las tantas peticiones y comentarios, encontré uno preguntando si “tienen la gorra que traía el Chapo cuando lo arrestaron”). Y sí, nosotros somos parte intrínseca del Narcoshow, con toda nuestra fascinación, cinismo o indignación para con los chalanes del negocio más rentable del mundo. La Barbie, con todo su sentido de moda es, a su vez, parte de nuestra identidad.

Es curioso que los ídolos, a la par de los atletas, ahora son los gerentes de una multinacional con estrategias de marketing basadas en la noción de “producto prohibido”, cuando quienes hacen las ganancias netas de la compraventa de narcóticos, evaden por completo el lente de los medios: banqueros, especuladores financieros y demás billonarios anónimos. A lo mejor sería de provecho comprarme una Playera London Ralph Lauren Classic, para recordarme que soy parte y no a-parte de todo este desmadre, o a lo mejor nomás está chida la camisetita polo, ¿no?



viernes, 1 de octubre de 2010

sublime chasca (ya wey, en serio)


aquí va la versión original de este texto/contemplación sobre el humor, recién publicado en Marvin...


Se dice—por aquellos que dicen eso que se dice—que entre lo sublime y lo ridículo hay apenas una línea terriblemente fina. Lo sublime, si por la más leve variación o exageración, se muestra ridículo, como el exceso de honra en algún desfile; y lo ridículo, con su incomparable tino, deriva de pronto en lo más noble. Los géneros de producción cultural que incitan reacciones corporales, sean estas lágrimas, erecciones o risas, suelen considerarse como portadoras de menor mérito artístico, a diferencia de las sutilezas que pululan en los melodramones humanistas. Pero hagamos de lado este neoplatonismo de lonchería a cambio de aquella aristotélica obra inverificable a la que alude Umberto Eco (“el Beto”, y visualicémoslo pontificando al estilo del personaje de Plaza Sésamo) en su novela noir, El Nombre de la Rosa, donde la risa incita a la irreverencia, a la ruptura paradigmática, y a la certeza subversiva inadvertida, mostrándose con ello peligrosa y contagiosa.

Hay algo siempre ominoso en el humor, algo que raya entre la coincidencia y la contradicción, entre lo obvio y lo indescifrable, exponiendo una lógica implacable que nos compone y desbarata a la vez. Similar a cuando Dave Chappelle, en su homónimo Chappelle Show, personifica a un líder del Ku Kux Klan con dos características peculiares: es ciego y negro. ¿Acaso no nos constituyen tal tipo de contradicciones? En el caso de este personaje de Chappelle (quien meses más tarde acabaría hospedándose semivoluntariamente en un instituto psiquiátrico en África), arriba al siguiente extremo: cuando es enterado del color de su piel, abandona a su esposa definitivamente, siendo que ella es una amante de negros. Si algo intriga y reconforta bizarramente de un buen chiste es que nos permite vislumbrar cómo “nuestros” impulsos rebasan aquella noción de quienes creemos ser, develando, a su paso, las extrañas exageraciones y arbitrariedades lógicas de las cuales depende dicha identidad. Tal y como Borat y Bruno exhiben el trasfondo invisible que sostiene la lógica cultural americana como un inconsciente torpe, despótico, delicado, brutal. Así también, el humor, llega a desnudar el hecho de que estructuralmente nos constituyen aquellas cosas que re-negamos (dependemos tanto de lo que no somos para quesque-ser lo que somos), como el autoengaño y el masoquismo; ambos tan ferozmente expuestos por personajes como el que encarnaba Chris Farley en su acto como el entrevistador del Chris Farley Show, quien haciendo nerviosas preguntas estúpidas terminaba por golpearse a sí mismo en una suerte de demanda superegóica exacerbada insaciable. Curiosamente, Chris habría de morir de una pasón de morfina y coca, reiterando el frágil limbo entre lo cómico y lo trágico (entre lo cagado y lo culero).

En sus personajes, Farley, así como Rowan Atkinson con Mr. Bean o Blackadder, explicitan obscenamente una secreta necesidad de ser humillado y humillar. Es fascinante y perturbador el efecto de estos actos, ya que exponen el gran principio axiomático de nuestra cultura: la humillación: aquello que regula la conducta por medio de la amenaza diferida del repudio afectivo colectivo. Este protocolo insidioso y elusivamente sistémico, de pronto, en un buen chiste queda descubierto…y reímos. Esto es parte del terrible aura del comediante, quien en su desfachatez se vuelve inmune a la burla, adquiriendo superpoderes de ninja de la chasca. Imagina ir a cenar con Brozo y Will Ferrell, se ha de llegar a crear un ambiente espeso donde no hay cosa que puedas decir—o dejar de decir—que no se use como objeto de guasa; ¡o imagina lo sombrío que sería la situación si uno de ellos viniese deprimido! Así, a su vez, en los momentos más solemnes de una ceremonia luctuosa o en el climax de una melodiosa conmiseración romántica pop, ¿a poco no dan ganas de estallar en risa o darle un sape al sacerdote supremo en cuestión y decirle “ya wey, en serio”?

La corporalidad del humor hace de ello también un punto ciego, algo que se ingiere sin digestión. Falta asomarse a Twitter o asistir a una reunión para presenciar la asimilación y repetición de los modelos de humor de los Sitcoms (tipo Friends), con el uso de microsarcasmos autodegradantes y ostentaciones de lo rarito en nosotros. Así como se asimila el hiperalburismo de la picardía nacional como aquella obligación compulsiva a hablar sobre sexo para ventilar la angustia performativa (aclarando, de paso, que hablar sobre sexo y hablar desde la sexualidad no son para nada lo mismo). No es la risa, sino el ingenio lo que encontramos enlatado; ya no es humor, es fórmula: el chiste forzado para iniciar una conferencia sobre oncología, la irreparable diferencia entre la frescura dialéctica del joven Cantinflas y las reiteraciones moralinas de su madurez. Un ciclorama de pellizquitos ansiosos osando evitar en vez de asumir la condición humana.

La lógica del humor es extrema, o no hay risas; un juego de contrastes y contextos en un situacionismo debordado. Por ello, imaginemos las siguientes propuestas (con una invitación a proponer más opciones a esta lista): Mr. Bean bajo los efectos de algún menjurge psicodélico del Dr. Chunga como parte de algún evento artístico designado el título de Bicentenario; Ali G y Felix Guattari en un torneo slam de schizoanálisis, seguido de un documental sobre Robin Williams y la Chupitos como pareja tántrica del año; un videojuego de peleas callejeras con todos los personajes de la Carabina de Ambrosio (con edecanes, claro) vs. la tropa de Chiquilladas, con finales variables tipo Mortal Kombat; una temporada de Southpark dedicada a la política mexicana; un reality show con peleas de humillación a muerte entre Tina Fey y Jo Jo Jorge Falcón o Luís de Alba y Ricky Gervais, para iniciar un aprendizaje sobre los rigores de las lógicas culturales mundiales…En fin, puede que por hablar más sobre el humor que desde el humor acabé deambulando en un tonito solemne tedioso (de güeba, vamos), pero, como decía Bill Hicks, el cáustico comediante tejano, cuando se le pasaba la mano con su afilada crítica al gobierno de su país, mirando al público con esa rabia encandilada de payaso/genio les aseguraba (muy a fortuna de Polo Polo): “no se preocupen, ahorita les cuento chistes de pitos”.

domingo, 12 de septiembre de 2010

monografías

Texto para mi columna en Max, en vista de las fiestas parodias septembrinas. Al escribirlo aún no sabía que Lady Gaga viene al patriareven 2010. A ver si alguien se acuerda cómo terminaba ese chiste de: ¿cuál es la diferencia entre nacional socialismo y nacionalismo social? Era una cosa que tenía que ver con Curas y Presidentes y Productoras y Consultores y así, ¿no?

Mi entendimiento de la historia nacional, debo admitir, cuenta con la misma nitidez que la fotocopia de una monografía. Pasean por mi mente fechas, leyendas, emblemas y rostros con paliacates, como un collage que provoca a ratos apatía, y, en otros, ciertos desplantes de admiración. Así, termino por preguntarme si nuestra memoria histórica no será tan borrosa y convenenciera como mi propia memoria tras una noche de actos dudosos.

Ahora que las megaproducciones de identidad patria están por avasallar las calles, pienso en los comerciales de cerveza que pasaron al aire durante el mundial de futbol: ese grupo quesquediverso de personas interrumpiendo sus labores para llevarse la mano al corazón y como bajo una hipnosis histérica clamar “¡México!”. Pero lo que estas imágenes me generan no es una sensación de unidad para con mis vecinos, o de un propósito común, sino una recurrente sospecha de que esta infantil adulación a lo que más asemeja es al llamado Síndrome de Estocolmo.

Dicha patología presenta sobre todo un síntoma peculiar: como secuela a un rapto o abuso, la víctima se enamora de sus captores. Ya sea por el trauma, el sobresalto o como una reacción para sobrevivir o dar justificación a lo vivido, la víctima toma el lado de quien le oprime, incluso defendiéndole en ocasiones. ¿Acaso no es similar a esto del bicentenario; celebrando a nuestros captores, bajo la fantasía de que nos rescataron de otros captores más gandallas, adquiriendo de paso una deuda imposible de pagar (ni con el IETU, vamos)?

Agregaría a esta reflexión, torno al Síndrome de Estocolmo Patrio, que quizás valdría la pena preguntarnos por qué celebraremos tanto el bicentenario, mientras que los 150 años de las leyes de Reforma pasaron casi desapercibidos. En fin, como dijo George Orwell al principio de su novela antiutópica 1984: “Quien controla el presente, controla el pasado. Quien controla el pasado controla el futuro”. Pero de menos las monografías vienen con dibujitos cotorros, ¿no?


jueves, 2 de septiembre de 2010

la obligación de gozar

Otro texto de la columna Síntomas de una Época en la revista Max...


Como filósofo, a menudo mi labor consiste en decididamente perder el tiempo buscándole chichis a las hormigas. Entre todo este pensar, reflexionar y contemplar chichis y hormigas (aunque pienso mucho más en chichis que en hormigas, debo admitir), hay una pregunta que regresa de vez en vez como un imprevisto gancho al hígado: ¿qué es el Sentido Común?

Quizás eso que llamamos sentido común dictaría que la respuesta es obvia: el sentido común es, pues, el sentido común, y ya. Pero, ¿qué quiere decir? ¿Es algo que comúnmente hace sentido o se refiere a un sentimiento compartido por una comunidad? No lo sé, pero toda la evidencia parece indicar que el sentido común se supone tiene que ver, principalmente, con la forma en que le damos sentido a lo que nos sucede, en un intento por responder de manera práctica a las situaciones de la vida diaria.

Curiosamente, una de las máximas modernas más contundentes de este sentido común, es considerar que el propósito de nuestras vidas es acumular la mayor cantidad de disfrute en el menor tiempo posible. Lo extraño—o paradójico, más bien—es que pocas cosas generan tanta angustia, agresión, prisa, ansiedad, aislamiento, depresión, confusión y conflicto en el mundo como esta obligación de gozar.

Hace poco, de camino a casa, me crucé con la lona promocional de un bar que anuncia lo siguiente: “Ven a beber y a disfrutar que la vida es breve.” Y claro, de entrada, de botepronto, hace sentido. Y ese es justamente el problema con el sentido común: como hace sentido rara vez lo cuestionamos.

Comoquiera, poco después de que hubiera pasado el efecto inicial del sentido común, fue posible algo de reflexión sobre la lona del bar y pensé: ¿entonces, bajo sus premisas, no sería la vida demasiado breve como para pasarla a toda velocidad adormeciendo los sentidos en un frenesí de hiperestimulación? ¿Que no es la vida demasiado corta para habitarla con prisa? ¿No es acaso demasiado fugaz como para abandonarse a la persecución constante de metas, devaluando cada instante del presente por no ser igual a ese objetivo ideal? Pero, lo que es más, ¿la vida es breve según quién o en relación a qué? Y ¿qué, apoco no todo este afán por medir, cuantificar, regular y comparar el tiempo, la vida y el disfrute les quita el chiste, el sabor?

En fin, puede que sólo sean chichis de hormigas, pero como dice un amigo mío, quien como es historiador considero tiene una noción clara del tiempo: “Perdamos el tiempo, que es de lo poco digno que aun podemos hacer”.



lunes, 23 de agosto de 2010

el efecto LOL

este texto salió en Julio dentro de la columna--Síntomas de una Época--que mantengo en la revista Max.


A veces, para entender cómo funciona una cultura, ayuda más echar un vistazo a cosas que parecen inconsecuentes, que clavarse descifrando los grandes sucesos históricos. Los eventos importantes, de los que tanto nos enteramos, pronto se ven envueltos en intereses, especulaciones e interpretaciones. De tanto que se debaten y rebaten, más bien se baten, y acaban por volverse borrosos. Las cosas triviales (como la fallida operación de los glúteos de alguna actriz), en cambio, tienen mucho que decir sobre el sentido que le damos a nuestras vidas. Estas tonterías son tan pero tan obvias que solemos asimilarlas sin siquiera darnos cuenta.

Pensemos, por ejemplo, en la tendencia de los videos “striptease caseros” en Youtube. Pareciese que hay una infinitud, con chavas (y -no tan chavas-como, la santísima madre de Lucerito) que se filman solas, en sus desarregladas habitaciones y despojándose de sus prendas, en una suerte de danza exótica contemporánea improvisada (en general al son de un reggaeton). Algo que de pronto salta a la vista (aparte de las tangas), es la cantidad de este tipo de videos webcam amateur que llevan por título o descripción alguna variante de: “I was bored. LOL.” (“Estaba aburrida. Qué risa me doy”).

¿No podríamos considerar que sea éste un gesto típico de una generación que ha encontrado un refugio -incómodo, por cierto- en la ambigüedad de la ironía? Es un modo de mantener el cool, cuando se pierde el cool (cosa que a veces, pero no siempre es bueno). Así se pueden evitar algunos de los riesgos que tomamos con nuestra imagen en la danza de la aceptación social, dando razones falsas pero convincentes (racionalizando), muy al estilo del clásico: “estaba borracho; no me acuerdo.” El argumento se escucharía un poco así: “Lo hice, sí, y es una tontería, pero lo sé, y como lo sé y entiendo, es como si no lo hubiese hecho yo. Es como si lo hubiese hecho otra persona de la que ahora incluso me burlo, lo cual me permite cierta superioridad moral ante mis propios actos.” Ya lo decía Nietzsche: Aquel que se desprecia a sí mismo, aún se admira como el despreciador.

Cuánto se vislumbra sobre nuestra cultura, en un gesto -en apariencia- tan insignificante. Podemos vincular este fenómeno, que llamaremos el Efecto LOL, a la popularización de la psicoterapia, en su afán por explicar toda conducta humana bajo sus dogmas. Hoy en día la jerga terapéutica se ha vuelto lugar común de cualquier tipo de conversación; no sólo hacemos uso ligero de palabras como “obsesión” o “represión”, sino que a la par hemos aprendido a racionalizar nuestros sentimientos y acciones (como si pudiesen o tuviesen que ser explicadas) por medio de fórmulas terapéuticas rápidas. Aprendimos a partirnos en dos, diagnosticando todo lo que nos sucede, como si pudiésemos ser, a la vez, paciente y doctor, juez y partícipe, table y dance.

No sé, puede que valga la pena reflexionar sobre estas cuestiones. De cualquier forma, si alguien llega a preguntar y percibimos que nuestras cavilaciones sobre los videostriptease caseros podrían comprometer nuestra aceptabilidad social, siempre podemos justificarlo recurriendo a un sencillo y bien entonado: “I was bored. LOL”.


sábado, 31 de julio de 2010

hacerse a un lado

Este texto fue recién publicado en el blog de Letras Libres, tomando la ocasión de la inauguración de un secta-centro-corporativo en la alameda para reflexionar sobre cuestiones a/teológicas...


Cuán aplacadas se miran las caras de los castrados en la tele: recuerdo la nauseabunda paz que simulaban los miembros de Heaven’s Gate en las entrevistas que pasaron al aire tras sus muertes en Marzo de 1997. Repaso la perpleja molestia que me causaba ver sus gestos infantilizados, rebosantes de convencimiento kamikaze platónico. La explicación que ofrecían para sus actos es la siguiente: Detrás del cometa Hale Bopp se desplazaba una nave espacial (como cuando un auto sigue de cerca una ambulancia para evitar tránsito en el Viaducto), la cual abordarían para al fin regresar a casa. Esto, claro, porque eran almas alienígenas (alienados, diría Marx), provenientes de un sitio al que escuetamente llamaban El Siguiente Nivel. Su procedimiento para agarrar aventón intergaláctico no involucraría ninguno de los trabajosos, costosos y primitivos métodos usados por la NASA, sino que tras mutilarse los genitales humanoides en Tijuana, adquirieron pastillas para dormir (también en Tijuana) que ingirieron con pudín (de chocolate, supongo) y unos tragos de vodka, se recostaron con una bolsa en la cabeza para así dejar sus “vehículos” (no los llamaban Cuerpos, claro). Pero hay otro dato, de tantos, que cabe agregar en este recuento: para su “ascensión” (no lo llamaban Muerte o Suicidio Colectivo) todos —37 miembros— estrenaban unos Nike negros. La cuestión es: ¿si creían que alguna suerte de esencia singular transmaterial iba a eludir la muerte para abordar una nave extraterrestre, para qué los Nike nuevos?

Parece —y bien puede que lo sea— una pregunta sobrada y burlona, pero es un ejemplo que exhibe algunas de las contradicciones fundamentales de tantos credos oficiales y extraoficiales. Resulta interesante observar las operaciones del pensamiento religioso (religiosón, para ser precisos), ya que despliegan algunas de las lógicas fundamentales mediante las cuales imponemos sentido a nuestras vivencias para eludir ciertas angustias existenciales. El que la vida, como tal, no requiera explicación no necesariamente implica que es un sinsentido, como el nihilismo sugiere. La vida en su tragicómico resplandor inmediato rebasa cualquier noción de sentido. Pero asumir esta terrible libertad y su espacio creativo, en vez de creer en un hoyo negro ante el cual el vértigo exige una definición, es un acto de sensatez personal que requiere valentía y curiosidad. Lo curioso es que tantos de los credos que abundan en el panorama globalizado son, en su núcleo, nihilistas; es decir, están tan convencidos de que la nada es un algo y el sinsentido un sentido, que se esmeran por embutir, agüebo, la experiencia viva dentro un marco teórico (gelatinoso, por cierto). Pero la experiencia viviente en su inefable dinamismo jamás acaba de encajar del todo al molde del dogma.


El recién inaugurado Magnocentro (¿bunker?) de Cienciología en plena Alameda Central me ha llevado a cavilar sobre estas cuestiones, ya que al igual que Heaven’s Gate, se trata de una secta Marcianocristianona que busca pasar al Siguiente Nivel, (como una suerte de Mario Bros bioenergético). Buscan la garantía de una especie de pureza ontológica, ensuciada por Marcianos Luciferinos, repudiando el caos del mundo con diagnósticos semiclínicos, para así liberarse de tendencias habituales o cualquier forma de contradicción. ¿Pero qué no era el exceso de libertad lo que les molestaba? La Dianética promete la omnipotencia, a cambio de un sin fin de costosos exámenes y de firmar un contrato por —literalmente— un billón de años al servicio de su organización. Al igual que tantos otros dogmas, no se limitan a intimidar a sus miembros con las premisas de la salvación y la condena, sino que promueven, y en ocasiones exigen, el distanciamiento (“desconexión”) completo con cualquier persona crítica a su organización. Menudo gesto, encontrar ahora como huéspedes VIP, en el corazón de la ciudad, a una secta con prácticas de reclutamiento despiadadas; una corporación multinacional con políticas de terror para con sus críticos (llegan a amenazar y sembrar evidencia falsa); una organización multimillonaria con un récord criminal internacional que incluye conspiración, espionaje, chantaje, robo, evasión fiscal, abuso...

De poco sirve la indignación en estos casos (¿cuándo sí?); ojalá, de menos, se les continúe negando el estatus como religión, obligándoles a rigurosos impuestos y revisiones sobre la validez de sus “productos”. Pero, para no caer en diatribas moralinas, argumentemos, sencillamente, que su fundador era un escritor de ciencia ficción venido a menos, cuya mitología ni siquiera es tan original o estrafalaria, habiendo autores de Sci-Fi mucho más hábiles, entretenidos, sensibles y delirantes incluso. Puede ser que lo más perturbador (y provechoso) de sectas como estas sea no su poder adquisitivo o la insípida enajenación de sus miembros, sino que exhiben los argumentos de fondo de tantas religiones oficiales, transparentando, por instantes, los febriles nudos en sus constructos de significado. Digo, ¿de qué credo religioso (incluido el cinismo quesque empírico) no puede decirse que es una colección de vagos postulados de algún autor de Sci-Fi chafa?

La paradoja es que los miembros de Heaven’s Gate creyeron que matándose evitarían el “Reciclaje del Planeta”; es decir que se mataron para no morir. Pienso que tiende a ser mala idea dejar que algún credo dicte el sentido que otorgamos a la muerte, siendo que se muere en primera persona y jamás se ha oído hablar a un muerto sobre su muerte (o sobre cualquier otro tema). Es tan mala idea como perder todo sesgo de humor ante estos temas. Pero ahí está Tom Cruise, cienciólogo-celebridad, como caricatura híbrida de sus personajes en Magnolia y Mission Impossible, decretando la defensa totalitaria de su doctrina: “O estás con nosotros, o hazte a un lado”. ¿Acaso se debe responder a un argumento así con la condescendencia de la tolerancia? No, la réplica adecuada es aquella que le remata el Coronel Jessep (Jack Nicholson) al Teniente Kaffee (Cruise) en A Few Good Men: “You want the truth?; you can’t handle the truth” (“¿Quieres la verdad?; tú no puedes soportar la verdad”). Si no, pregúntenle al Pulpo Paul.


domingo, 4 de julio de 2010

(i)lógicas de la vida amorosa

Una versión de este texto fue recién publicado, el domingo 4 de julio, en el Reforma, en el Ángel... Sugiero rematar la lectura escuchando "I put a spell on you", de ser posible la versión original de Screaming Jay Hawkins.


El 5 de febrero del 2007, la capitana Lisa Nowak, astronauta de la NASA, volvió a convertirse en un fenómeno mediático, pero esta vez no fue por viajar a bordo del Discovery. No, en esta ocasión sería protagonista de un escandaloso triángulo amoroso, al ser arrestada por intentar secuestrar a la nueva pareja de su desentendido amante, el también astronauta William Oefelein. En vez de tomarse unas largas vacaciones de soltera a la luna para lidiar con la pérdida, Nowak se dispuso a terminar con su rival con aerosol de pimienta, cuchillo militar y pastillas para dopar. Por si fuera poco, para no perder tiempo en el camino, se puso un pañal y manejó de Houston a Orlando sin escalas, para asaltar a la otra mujer en un estacionamiento. Curiosamente, creo que a nadie nos resulta tan bizarro que una persona con una de las educaciones más completas y rigurosas del mundo moderno, a la hora de afrontar una infidelidad reaccionara como pandillero de telenovela.

Los psicólogos pueden cantar misa sobre las distinciones categóricas entre el deseo, la dependencia, la obsesión y el amor; no hace falta ser cosmonauta para entenderlo, pero entre entender y entender hay todo un abismo imposible de atender. Por más complejas y sofisticadas que lleguen a ser nuestras estructuras conceptuales racionales, jamás podemos rendir cuentas de todo cuanto nos acontece. La experiencia en vivo del mal de amores y las explicaciones que tenemos para dicha vivencia sencillamente no empatan. Así como una persona y su nombre no son lo mismo. Por ello, un “te amo” no habla de lo mismo en un corazón que en otro. Esa comunicación en la que basamos nuestras relaciones se configura de idiomas disímiles, siempre asimétricos. Con ese juego de traducciones simultáneas y teléfonos descompuestos vamos sembrando las promesas de amor, en un campo minado por desentendidos, albures e interpretaciones. De entre todas estas confusiones acumuladas, donde se baten los afectos ennobleciendo el pecho algo emerge que se rehúsa a traducirse de modo alguno a la palabra: eso que llamamos amor.

Un nombre es también todo lo que necesita un brujo para lograr que “regrese arrastrado” aquel desvergonzado despreciador. Hojeando una revista de chismes, me pregunto qué destino hubiese tenido la apasionada astronauta de haber sido mexicana. Quizás si hubiese tenido acceso a las publicaciones más vendidas en nuestra patria, podría haberse dispuesto a llevar a cabo un “Amarre fuerte” para que su “ser amado regrese a sus pies”. De ser así, posiblemente aun tendría su empleo en la NASA. Pues a pesar de vivir rodeados de producciones culturales que compulsivamente emiten historias de amor, es probable que las metanarrativas de amor características de una cultura se ubiquen con mayor claridad en los puntos ciegos—en sitios obviados. Tal es el caso de los anuncios de brujería, donde por medio de la magia se busca simbolizar aquello que rebasa nuestra razón, en ese intercambio de pasiones de una economía libidinal. Ahí, amontonados en las últimas páginas de una revista dedicada a las ostentosas trivialidades de la farándula, se desatan una serie de garantías para el “Candado invisible” del “amor eterno”, que tras una segunda lectura asumo significa lo mismo que “el amor de tus sueños regrese dominado”.

No es de extrañarse lo tanto que se repite la palabra “humillación” en estos anuncios de “magia blanca”. ¿Será que el sentimiento amenaza con destruir la idea de quien somos y por ello nos queremos vengar? O ¿será tan sólo la reiteración del valor más prominente y arraigado de nuestra cultura, la humillación? Brutal ironía, querer humillar por amor. ¿Ya humillado el ser amado aun será digno amarse? Estás ganas insoportables de poseer y ser poseído, llevan consigo la diferida esperanza de la desintegración; es decir, de la muerte. “No hacemos trabajos malos ni que perjudiquen a nadie, sólo trabajamos con la Magia del amor”, lee otro anuncio, dedicando, como la mayoría, unas palabras de consuelo para la bondad del cliente. Dejan claro que el único costo para un “trabajo de amarre” es la tarifa de entre 200 y 3,000 pesos, dependiendo de la fuerza del conjuro. Esto me parece una canallada, y no es el hecho de que los magiaservidores cobren sus labores, sino que se pida menos que ofrecerle el alma al diablo. Digo, si no se está dispuesto a renunciar a esa insidiosa noción de territorio personal llamada alma, no se está preparado para el amor eterno. Porque el amor es también una forma de terrorismo ontológico, y sin sacrificar ese preciado artilugio narrativo del Yo, sería imposible trascender el tormentoso aislamiento de continuar elaborando artimañas para que el ser amado se suscriba a nuestros caprichos como un objeto.

Pero la peor pesadilla para el amante despechado sería que en efecto se cumpla su fantasía. Sería como si el Coyote por fin se comiese al Correcaminos; acabándose con el bocado final, aquello que otorgaba sentido a su existencia. Tendría que renunciar al goce que encuentra en la tensión dramática de su amor no correspondido, renunciando de paso a su identidad y propósito. Esta persona se vería obligada a inventar un amor, en vez de continuar repitiendo un síntoma. Lo traumático en este caso es que el amor no es algo esencial e inmutable que se encuentra en el utópico núcleo del ser; sino que el amor se inventa en el vacío. En esa brecha entre la vivencia y la palabra, entre tú y yo, construimos una lógica amorosa, un lenguaje de ternuras, un sentido casi compartido de nuestra realidad, una textura al espacio que nos une y separa.

En fin, en palabras de Jacques Lacan, “El amor es dar lo que no se tiene a quien no lo quiere”. Pero a mi gusto—siendo que no soy astronauta—creo lo dijo mejor un amigo (quien no se disputaba su prestigio intelectual con jerga semántica), al darme un consejo muy necesitado: “Si la quieres no busques entenderla. Si la tratas de entender te vuelves loco. Si la quieres, sólo quiérela”.


jueves, 6 de mayo de 2010

perro

En aquel mismo cuaderno, de aquella misma época, encontré este poema emitido a consecuencia del tipo de desconcierto libidinal melodramático clasificado bajo la categoría "Que provoca aullidos".


Solo
cual perro balbuceante
Chemo
de un trapo bañado en creencias

Solo
con tres toneladas
de inconsciente
y sin acceso
al detonador

Solo
la panza hecha un nudo
de ligas
Y tu cara
en recurrencia incesante

Solo
con la fiebre de más
siempre más
Más más más
y algo
más

Solo
el cuerpo llorando
El día

Solo
y la almohada
tramando maquinaciones
Osando
ponerse al brinco
con la causalidad
hijadetodasuputaperramadre
de mente
demente
que tengo

Solo
con la incertidumbre
del piquete de la locura

Solo
con la chaqueta
y esperanzas borrosas

Quizás
memorice el directorio
telefónico
y las texturas del vértigo
cada
que lea tu nombre

Quizás
me inscriba
a un deporte extremo
tras otro
para casi
recordar
tu lengua

Quizás
pase el tiempo
a grado cero
convencido de que voy
y vengo
cuando
sólo
le rezo al Sol
me convierta
en perro

tu perro

Pero
Ahora solo
cual perro balbuceante

chemo
de un trapo
bañado en creencias

Solo
tres toneladas
de inconsciente
y sin acceso
al detonador


sábado, 10 de abril de 2010

crónica crónica

husmeando un viejo cuaderno, encontré esta crónica de un paseo nocturno al metro cuauhtemoc en busca de películas piratas para amenguar el vértigo del mal de amores y el insomnio (síntoma derivado de lo anterior)... a menudo me intriga regresar a un cuaderno y toparme con la textura de una situación y de mi mente en general, durante dado periódo... como un retrato de la configuración del sentido de realidad en su momento...


"Güero, dame tres pesos para un taco", exige con intimidación, haciendo mímica de llevarse un taco a la boca. Gordo, gorra de beisbol volteada, nuevecita--su ropa está mejor planchada que la mía. Burlón e indolente como suputamadre, lleva colgando dos sombras a su lado. Un par de invisibles niños flacos con playeras largas; sus cómplices y admiradores.

No me detengo, no lo miro más que de pasada, tensando el rostro para comunicarle que *no chingue*.

Estoy a nada de preguntarle si por lo "güero", cree que habré de regalarle el dinero para mi película pirata... tengo pensamientos karatecas, donde veo cómo sale corriendo por la calle con la nariz rota, y sus sombras, desconcertados desvanecen entre los puestos y mueren así nomás. Todo esto desencadenado por un rechinido de dientes por medio del cual me transmite su superioridad moral e irritación.

Ya no hay películas piratas, así que sigo caminando, a ver si acaso más adelante hay. Considero comprar una revista para leer mientras cago. Me quedo mirando los periódicos: decapitados y más decapitados--¡carajo!, siempre hay decapitados. Me pregunto sobre esta fijación con lo acéfalo y qué querrá, si algo, decir: ¿una representación simbólica-teatral de la disociación con el cuerpo? ¿Descartes al extremo en reality tv como granja de gallinas de KFC? ¿una suerte de rito gandalla para aliviar la castración? ¿una angustia terrible procurando sacrificar (hacer sagrado) al mundo--a algún otro--? ¿un cuerpo harto de la cabeza hinchada de especulaciones? ¿un intento por suturar el delirio que producen la noción de objeto y sujeto?

Qué va; es la impunidad del mercado sobre la fantasía del estado que hace de gobierno que hace de narco que hace de guerrilla que hace de corporación multinacional que hace de grupo iniciático que hace de gerencia mi alegría que hace de iglesia que hace de ciencia tv que hace de psiquiatra que hace de "Tú decides", "Anda, apúrate, decide; que es ahora o nunca, todo o nada, vida o muerte".

Invadieron Gaza lee el periódico. Está de la chingada. Quiero odiar a alguien y estar convencido y justificado en hacerlo. Quiero una conspiración definitiva para apuntar mi confusión. Decretar que me deben: dinero, recnocimiento, disculpas... Lo dejo ir, considerando que la indignación es de mal gusto y sólo sirve como más leña para el fuego.

Camino de vuelta. El chavo gordo de la gorra volteada, anda, con aires de haber vencido al sistema entero con su conmiseración resongona, tragándose un helado de McDonalds. Sus sombras se complacen con celebrarlo y saberse partícipes de tan avasallador truinfo y engaño.

Pienso en que a diario somos valientes--sin querer, y quizás porque no hay de otra. Y somos cobardes--escatimando con constancia y perseverancia.

Al entrar a la casa y tras un breve intercambio danzado con Yema, la perrita negra que es una dakini protectora del profundo humor de la vida, me encuentro con una enorme cucaracha bajo los estantes de la alacena. Una cucaracha rojiza. Contemplo pisarla; lo justifico: "es natural, supervivencia, está programado en mi cerebro por algún motivo...". Carajo, no avoco por las neurociencias y decido meterla en un vaso.

Con un vaso volteado contra el piso, escucho cómo trata de escapar; me parece repulsivo. Los insectos me desagradan, por sus movimiento erráticos. Deslizo un cartón por debajo del vaso, reflexionando sobre si creo o no que esto tenga consequencias karmícas y todo eso. Observo por instantes al insecto atrapado. Se caga de miedo--literalmente--sobre el cartón. No sabía que cagaban.

A mi mente llegan imágenes abstractas de Burroughs matando a su esposa sin querer, de Courtney Love visitando farmacias en el DF con cara de apatía. Pienso en la guerra nuclear y los botones de las bombas, el rock urbano y las playeras negras con calaveras, Hiroshima y Nagasaki y Stanley Kubrick bebiéndose un bloody mary.

Y aviento a la cucaracha por la ventana, recordando estar como paciente en un hospital psiquiátrico, reclamándole a un doctor que portaba un cordón de iniciación budista como collar, "si eres budista, demuéstralo, se compasivo". A lo cual respondió: "no tienes ni idea lo compasivo que estoy siendo".