llueve así, como ahora. En silencio--
ruidoso como es--cerrar los ojos
y solo,
solo,
solo
(todo pinche solo),
tan solo
ver estática. Las ganas
de desaparecer (sin morir, claro),
se amontonan (como quien tropieza en un slam, en noviembre, con una mona en la mano. Y hay quienes sugieren que el ego es un puño apretado). Las ganas
de rendirse ante las olas
de la pulsión. Correr sin reserva o cuidado alguno, sin fingir consideración latente, correr de aquí al nitrógeno espacial. Pasando por el extasis, el horror, el absurdo y la disolución.
Desaparecer
como el alarido de un chango en metanfetaminas, en la humedad indiferente de la jungla; como los caracoles de humo, de las chicas tristes fumando afuera del metro; como la sal,
en la lengua; como los pliegues
de la lengua, entre
los pliegues de la lengua. Desaparecer,
carajo,
como un cerdo con una granada en la panza, bailando sobre la cuerda floja, de un circo en CNN. Pero se me afloja la boca y con ello la capacidad para contradecirme, o para sopesar las dudas, como margaritas que acarician el pezón, hasta dormir.
En mis pupilas
marchan incendios y convicciones,
el peso bruto del peso bruto, un desplante de noticias y doctrinas
que se hacen
pasar por almohadas (ortopédicas). La melancolía se presenta, a la puerta, como hipoteca y un símbolo tras otro juegan a los encantados, a los crucificado y a los dados.
Quizás sean solo las ansias
por decapitar o ser, al fin, decapitado, pero aun no fumo piedra sobre las cenizas de la carne de cañón. (Esa que los buitres, de toda inclinación, se saborean sin presión). Pero la virgen
nos habla
mamando el lóbulo del oído,
ya tan acostumbrado a ser oído. En silencio--latoso como es--cerrar
los ojos
y solo,
solo
(todo pinche solo),
solo
preguntar
si en esa vasta oscuridad
llamada nosotros,
aquel municipio que nombramos pecho
está o no habitado por algún diamante.
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