You better lose yourself in the music, the
moment
You own it, you better never let it go
You only get one shot, do not miss your chance
to blow
This opportunity comes once in a lifetime…
-Eminem, Lose Yourself
Eso
de morir me parece horrendo. Renunciar involuntariamente a la vida es una
tragedia. Dada mi angustia, a menudo hablo del tema. Me sorprende la cantidad
de personas que dicen no estar perturbadas al respecto. No les creo; no me
convence su estoicismo o su fe, según sea el caso. Ya sea porque claman que de
nada sirve angustiarse sobre algo inevitable, o porque se doran la píldora con
algún cuento de hadas, ambas posturas me huelen a lo mismo: negación. En este
sentido los racionalistas son iguales a los devotos, ambos desprecian el brillo
que tal tragedia le otorga a la vida.
Las
religiones, por su parte, tienden al arte de morir y no al de vivir. (Y, para
colmo, sin vivir, morir no es un arte). Son básicamente necrófilas en su
fascinación por la esterilidad. Negar el límite de la mortalidad es negar que
se está vivo, a cambio de un confort a medias. En mi caso, por algún motivo,
una vez al mes despierto sin saber dónde estoy. Tal extrañamiento acentúa mis
sentidos y me aterra pensar en que esos sentidos, todas las sensaciones y
emociones que les acompañan habrán de perecer. Pienso que salvo circunstancias
de sufrimiento extremo, tener una experiencia es infinitamente mejor que no
tener experiencia alguna.
Durante
los pasados 3 años, tuve que enterrar a dos amigos. Ambos fallecidos por la
misma causa: abuso de sustancias psicoactivas. Confesaré, sin contradicción con
mi rabia y pena, que admiro cierta congruencia en lo que hicieron. No se fueron
a medias tintas, como tanto ñoño que anda por ahí sintiéndose más malo que la
carne de puerco. Vieron el Sol, su calor, su fulgor, y se fueron sobres.
Mantenerse entre los vivos requiere de menos congruencia y, por ende, de una
gran tolerancia a la ambigüedad. A ambos los extraño y me es evidente que
ninguno de ellos sigue vivo.
Al
ver sus cuerpos en los féretros, tuve la misma reacción que siempre tengo
cuando veo un muerto: 1) aún me parece que respiran y, 2) juro que
sonríen, burlonamente. No puedo figurar que están muertos, entonces supongo que
es una broma, y que no tardan en levantarse y armar un reven. Claro, ¿cómo
habría de entender sus muertes, si no tengo modo de representar tal cosa? Jamás
en la historia de la humanidad ha hablado un muerto; si lo hace, pues sencillamente
no está muerto. En el caso de mis compas, percibí sus muertes mucho después,
cuando su ausencia es evidente en mi vida de algún modo, o cuando al
mencionarlos debo hablar de ellos en tiempo pasado.
Uno
de los fallecidos que menciono fue mi tío. Su hígado perdió contra el alcohol.
Debo agregar que fue de los procesos de deterioro más ojetes que he visto: la
puta ironía de ver a alguien que se bebía hasta la colonia no pueder siquiera
ingerir un trago de agua. Era necesario apenas pasarle una esponja húmeda por
los labios resecos. Recuerdo nítidamente nuestra última conversación. Y esa me
la quedo para mí. Pero, como adicto, mi tío Javier me acompañó en algunos de
los pasajes más oscuros de mi adolescencia. Fue, por momentos, en su brutal
soliloquio psicotrópico, la única persona con quien me pude entender y cuyo afecto
recibía sin expectativas o preocupaciones. Claro que tenía defectos, incluso
llegué a quererlo madrear por tratar de pasarse de listo con una novia, hace
años. Pero la muerte tiende a otorgar retrospectivas clementes, y tales
desvaríos no restan su solidaridad y confianza en mí, en una racha en que mi
contacto con la vida era frágil.
Pasamos, uno por uno, a verlo adentro de un féretro —a ver un
cadáver, más bien—, para hacernos a la idea de un adiós. Adiós tío, adiós
banda, adiós al macizo, adiós a un modo de ser conocido, adiós a una memoria
compartida, adiós pinche borracho, adiós carnal. En eso estaba cuando apareció
un padrecito. Pasó e hizo su trabajo, ofreciendo, de paso, un comercial para su
linaje y Norberto Rivera y su pinche madre. Los católicos se hincaban y se
paraban cuando él decía, coreando sus palabras con respuestas memorizadas. Me
senté en un sillón de cuero y negué mi duelo detestándolos. Escuché al
padrecito hablar y hablar sobre la vida eterna y la gracia de su dios. Y la
vida eterna y la gloria y el cielo y el perdón divino. Y la vida eterna.
Me
levanté y, con completa desconsideración por la tristeza que sentía al velar a
su hermanito, le digo a mi madre: “Si me llego a morir antes que ustedes, no me
vayan a traer un pinche padrecito de esos; me incineran y echan mis cenizas al
mar con una de Héctor Lavoe”. Al decirlo, mi berrinche cedió ante la tristeza
en su rostro; mejor la abracé y regresé al sillón. El padrecito aquel, con su
collarín y su aire de humildad magnánima, termina su discurso; todo apesta a
incienso y le suben a la música fúnebre en una grabadora. Empleados de la
funeraria levantan el féretro en hombros y lo sacan lentamente de la
habitación.
En
ese momento todos empiezan a berrear inconsolablemente. Desde el sillón los
miro, odiándolos por suscribir la muerte de mi tío a un comercial de su fe. Y
me pregunto: ¿pero por qué lloran? ¿no se supone que creen que no ha muerto, lo
que se dice muerto, sino que se ha ido a un lugar mejor, donde en su momento lo
habrán de encontrar de nuevo? ¿por qué coños lloran más que si lo fuesen a
despedir al aeropuerto para un viaje largo por Escandinavia? De pronto me pega:
ante el hecho empírico de la muerte, sus amuletos no sirven de nada. Aunque
juren que luego se volverán a encontrar bajo, digamos, otro formato, su llanto
no refleja un cambio de formato, sino una muerte: una tragedia.
No
importa si la muerte es definitiva o no; como humanos, nuestra limitada
percepción del mundo es lo que tenemos a la mano, y al ver a alguien muerto notamos:
ya no dice, ya no come, ya no anda; de ahí suponemos que ya no siente… que ya
no tiene experiencias. Por ello, creo que la única respuesta ética ante la
muerte es asumirla como definitiva. Es decir, jugar el juego como simples
mortales. Así, contra este peso trágico, se acentúa una apreciación plena de lo
que es estar vivo, de lo que importa, de lo que no importa tanto, y de cuánto
queremos a quienes queremos. Rehuir a la tragedia es rehuir a lo vívido que es
vivir, válgame el cantinfleo.
5 comentarios:
Me encanta esta "jodida" reflexión. Una aplauso virtual Fausto.
Epa, un abrazo, Héctor...
La muerte siempre impecable por implacable.
No hay dolor mas doloroso que aceptar: irreversible.
...Por eso lloran los católicos, tu lo dices mejor que yo.
Pareciera que la muerte de alguien que amas, te mata un poco a tí también. Sin embargo, algo más grande se gesta, no me cabe duda.
Me late esa reflexión, Ceci...
...Desde las saudades...
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