domingo, 8 de julio de 2012

Matando al Buda

Primera entrega para una columna en Faena sobre espiritualidad contemporánea (sea lo que sea eso).




Al maestro Lin Chi (siglo IX) se le atribuye aquel famoso proverbio zen, «Si encuentras al buda en el camino, mátalo». Lin Chi es conocido por su método áspero y directo de transmitir las enseñanzas budistas; a menudo azotaba a sus alumnos con una vara para cortar con sus expectativas y llegar al grano. Esta frase, como suele pasar en cuestiones religiosas, no es algo que deba tomarse literalmente; es, más bien, simbólica. No es una invitación a llevar siempre un revólver cargado por si te encuentras un buda. Matar al buda es, en este caso, un recordatorio: nadie puede recorrer el camino por ti, pero si aún esperas que alguien lo haga, deshazte de esa creencia, porque será un obstáculo.

Pasa que al procurar un buen consejo es fácil confundir al guía con un redentor. Encontramos así a quienes son incapaces de tomar decisiones sin preguntarle a algún asiático con falda. Suena a cinismo racionalista, pero no lo es del todo. Equivocarse es parte inevitable de la vida y estar dispuesto a equivocarse y asumir nuestros errores es una postura sensata ante el mundo y su devenir. Ese intento por controlar todo, por buscar de algún modo u otro salvarse del error, es negar el aspecto caótico de la vida —es negar la tremenda riqueza de la experiencia viviente. El mundo rebasa nuestras teorías acerca de ello y no viceversa.


Eso implica matar al buda, descartar los intentos por acomodar todo en compartimentos ordenados —como si de una colección de tupperware se tratara. Una genuina apertura ante nuestras experiencias surge al dejar de tratar que la vida encaje definitivamente en alguna teoría. En estricto sentido eso es lo que quiere decir estar despierto: ser un buda. Matar al buda es, sencillamente, asumir tu propia naturaleza despierta en vez empalagarse con la lucidez ajena. En palabras de Lin Chi: «Hasta la fecha no he encontrado alguien que pueda liberarse a sí mismo. Esto es porque todos se han enredado en las inútiles maneras de los viejos maestros».
En otras palabras, esto de la espiritualidad tiene un tinte DIY (do it yourself), al estilo punk. Curiosamente, ahí, en la completa desilusión, en la desesperanzada renuncia a cualquier forma de salvación, está la libertad (sea lo que sea eso). Por ello me mantengo optimista en torno a mis continuos fallos en este mundo (el único que conozco); porque como dicen por ahí: echando a perder también se aprende.
De nuevo Lin Chi: «No hay Buda, no hay camino espiritual a seguir, no hay entrenamiento ni realización. ¿Qué persiguen con tanto ahínco? Colocando una cabeza encima de las suyas, imbéciles ciegos. Sus cabezas están tal donde deben estar. El problema es que no creen en sí mismos lo suficiente»Matar al buda es reconocerse a sí mismo como el buda. Y eso es lo más ordinario del mundo. La cuestión no es cómo convertirse en buda, sino considerando que ya lo eres, ¿ahora qué vas a hacer al respecto?

martes, 3 de julio de 2012

¿Porqué los católicos lloran en los funerales?

Texto sobre la muerte para el 4to número de la revista Yagular. Esta crónica será parte de un libro que llevará el mismo título...





You better lose yourself in the music, the moment
You own it, you better never let it go
You only get one shot, do not miss your chance to blow
This opportunity comes once in a lifetime…
-Eminem, Lose Yourself

Eso de morir me parece horrendo. Renunciar involuntariamente a la vida es una tragedia. Dada mi angustia, a menudo hablo del tema. Me sorprende la cantidad de personas que dicen no estar perturbadas al respecto. No les creo; no me convence su estoicismo o su fe, según sea el caso. Ya sea porque claman que de nada sirve angustiarse sobre algo inevitable, o porque se doran la píldora con algún cuento de hadas, ambas posturas me huelen a lo mismo: negación. En este sentido los racionalistas son iguales a los devotos, ambos desprecian el brillo que tal tragedia le otorga a la vida.

Las religiones, por su parte, tienden al arte de morir y no al de vivir. (Y, para colmo, sin vivir, morir no es un arte). Son básicamente necrófilas en su fascinación por la esterilidad. Negar el límite de la mortalidad es negar que se está vivo, a cambio de un confort a medias. En mi caso, por algún motivo, una vez al mes despierto sin saber dónde estoy. Tal extrañamiento acentúa mis sentidos y me aterra pensar en que esos sentidos, todas las sensaciones y emociones que les acompañan habrán de perecer. Pienso que salvo circunstancias de sufrimiento extremo, tener una experiencia es infinitamente mejor que no tener experiencia alguna.

Durante los pasados 3 años, tuve que enterrar a dos amigos. Ambos fallecidos por la misma causa: abuso de sustancias psicoactivas. Confesaré, sin contradicción con mi rabia y pena, que admiro cierta congruencia en lo que hicieron. No se fueron a medias tintas, como tanto ñoño que anda por ahí sintiéndose más malo que la carne de puerco. Vieron el Sol, su calor, su fulgor, y se fueron sobres. Mantenerse entre los vivos requiere de menos congruencia y, por ende, de una gran tolerancia a la ambigüedad. A ambos los extraño y me es evidente que ninguno de ellos sigue vivo.


Al ver sus cuerpos en los féretros, tuve la misma reacción que siempre tengo cuando veo un muerto: 1) aún me parece que respiran y, 2) juro que sonríen, burlonamente. No puedo figurar que están muertos, entonces supongo que es una broma, y que no tardan en levantarse y armar un reven. Claro, ¿cómo habría de entender sus muertes, si no tengo modo de representar tal cosa? Jamás en la historia de la humanidad ha hablado un muerto; si lo hace, pues sencillamente no está muerto. En el caso de mis compas, percibí sus muertes mucho después, cuando su ausencia es evidente en mi vida de algún modo, o cuando al mencionarlos debo hablar de ellos en tiempo pasado.

Uno de los fallecidos que menciono fue mi tío. Su hígado perdió contra el alcohol. Debo agregar que fue de los procesos de deterioro más ojetes que he visto: la puta ironía de ver a alguien que se bebía hasta la colonia no pueder siquiera ingerir un trago de agua. Era necesario apenas pasarle una esponja húmeda por los labios resecos. Recuerdo nítidamente nuestra última conversación. Y esa me la quedo para mí. Pero, como adicto, mi tío Javier me acompañó en algunos de los pasajes más oscuros de mi adolescencia. Fue, por momentos, en su brutal soliloquio psicotrópico, la única persona con quien me pude entender y cuyo afecto recibía sin expectativas o preocupaciones. Claro que tenía defectos, incluso llegué a quererlo madrear por tratar de pasarse de listo con una novia, hace años. Pero la muerte tiende a otorgar retrospectivas clementes, y tales desvaríos no restan su solidaridad y confianza en mí, en una racha en que mi contacto con la vida era frágil.

Pasamos, uno por uno, a verlo adentro de un féretro —a ver un cadáver, más bien—, para hacernos a la idea de un adiós. Adiós tío, adiós banda, adiós al macizo, adiós a un modo de ser conocido, adiós a una memoria compartida, adiós pinche borracho, adiós carnal. En eso estaba cuando apareció un padrecito. Pasó e hizo su trabajo, ofreciendo, de paso, un comercial para su linaje y Norberto Rivera y su pinche madre. Los católicos se hincaban y se paraban cuando él decía, coreando sus palabras con respuestas memorizadas. Me senté en un sillón de cuero y negué mi duelo detestándolos. Escuché al padrecito hablar y hablar sobre la vida eterna y la gracia de su dios. Y la vida eterna y la gloria y el cielo y el perdón divino. Y la vida eterna.


Me levanté y, con completa desconsideración por la tristeza que sentía al velar a su hermanito, le digo a mi madre: “Si me llego a morir antes que ustedes, no me vayan a traer un pinche padrecito de esos; me incineran y echan mis cenizas al mar con una de Héctor Lavoe”. Al decirlo, mi berrinche cedió ante la tristeza en su rostro; mejor la abracé y regresé al sillón. El padrecito aquel, con su collarín y su aire de humildad magnánima, termina su discurso; todo apesta a incienso y le suben a la música fúnebre en una grabadora. Empleados de la funeraria levantan el féretro en hombros y lo sacan lentamente de la habitación.

En ese momento todos empiezan a berrear inconsolablemente. Desde el sillón los miro, odiándolos por suscribir la muerte de mi tío a un comercial de su fe. Y me pregunto: ¿pero por qué lloran? ¿no se supone que creen que no ha muerto, lo que se dice muerto, sino que se ha ido a un lugar mejor, donde en su momento lo habrán de encontrar de nuevo? ¿por qué coños lloran más que si lo fuesen a despedir al aeropuerto para un viaje largo por Escandinavia? De pronto me pega: ante el hecho empírico de la muerte, sus amuletos no sirven de nada. Aunque juren que luego se volverán a encontrar bajo, digamos, otro formato, su llanto no refleja un cambio de formato, sino una muerte: una tragedia.

No importa si la muerte es definitiva o no; como humanos, nuestra limitada percepción del mundo es lo que tenemos a la mano, y al ver a alguien muerto notamos: ya no dice, ya no come, ya no anda; de ahí suponemos que ya no siente… que ya no tiene experiencias. Por ello, creo que la única respuesta ética ante la muerte es asumirla como definitiva. Es decir, jugar el juego como simples mortales. Así, contra este peso trágico, se acentúa una apreciación plena de lo que es estar vivo, de lo que importa, de lo que no importa tanto, y de cuánto queremos a quienes queremos. Rehuir a la tragedia es rehuir a lo vívido que es vivir, válgame el cantinfleo.