Recién publicado en el Milenio Semanal, a modo de reflexión forzada por la beatificación de Juan Pablo II... agradeciendo a Valerio Gámez las imágenes...
Entre el marketing de la boda real y la salvación como el producto de productos que vende la Iglesia, se establecen vasos comunicantes, relaciones entre la publicidad y la fe.
Los ratings y la fe son fenómenos casi simétricos, que aluden ambos a la colocación de la atención o la devoción: pocas cosas atraen tantos espectadores como la sensación de que la realidad está por redefinirse —de que se está haciendo historia, algo nunca antes visto, vamos. En la jerga de la producción de espectáculos esto puede denominarse como “efectos especiales”, y ninguno hay tan deslumbrante como un buen milagro, una de cuyas definiciones es: una intervención divina, o una interrupción perceptible de las leyes de la naturaleza. En esta definición se develan un par de atributos de la llamada divinidad: 1) Requiere rebasar nuestra concepción de la causalidad, y 2) Debe encontrarse por encima de cualquier Ley. Entre la beatitud y la canonización hay sólo un milagro extra de por medio.
De cualquier forma, no sabría determinar cuál de los siguientes grandes eventos tendrá más rating, es decir, recibirá más atención global: la boda real o la beatificación de Juan Pablo II. Si me viese obligado a decidir, le apostaría a la boda real, ya que tiene todos los elementos llamativos del otro evento y, además, un poco de romance. Pero aunque la beatificación no alcance los ratings que logre la boda (y eso está por verse), sigue siendo avasallador considerar la cantidad de personas que se espera atiendan, en vivo, la ceremonia vaticana; eran más de 300 mil que ahí mismo, en la Plaza de San Pedro, corearon el ocho de abril del 2005 “santo, súbito… santo, súbito” durante el entierro de Juan Pablo II.
Me parece en gran medida irrelevante debatir sobre las condiciones de la beatificación del ex pontífice de la Iglesia Católica Romana. Pero esto tiende a pasar, montándose supuestos dilemas sobre la prontitud del decreto (15 días más pronto que el de la Madre Teresa de Calcuta) o que si tuvo implicaciones su apoyo a personajes involucrados en escándalos sexuales y/o financieros (¿hay de otros?). Quizás sea más pertinente aprovechar un suceso de esta naturaleza para reflexionar sobre el concepto de beatitud o de sacralidad como tal. Es decir, para analizar la institucionalización de la divinidad y sus usos. En cierto sentido, la ceremonia de beatificación es, sobre todo, una reafirmación de los poderes de conferir beatitud que posee la Iglesia. Digo, si alguien puede interceder ante la deidad misma (sea lo que sea eso) e incluso sanar de modo total y definitivo a personas con padecimientos crónicos y degenerativos al instante y sin procedimientos quirúrgicos, ¿para qué necesita esto ser validado por una institución humana?
Lo que resulta de mayor interés aquí es cuestionar el pensamiento y la praxis de la fe. Es también una invitación a extender la línea de investigación a preguntas en torno a la religiosidad de mucho de lo que hoy se considera fuera de su gracia: lo secular. ¿Acaso las operaciones del mercado de valores, con todo y la mitología de la “mano invisible del mercado”, no suenan como una suerte de enigma iniciático? ¿Qué, los valores pop dominantes en nuestra cultura y las celebridades que los “encarnan” no son una especie de panteón de deidades? ¿Qué, no la publicidad y el marketing pueden entenderse también como una teología litúrgica?
Bruno Ballardini, en su brillantemente argumentado Jesús lava más blanco: cómo la Iglesia inventó el marketing (Buenos Aires, Libros del Zorzal, 2007), plantea lo siguiente: “Después de siglos y siglos de esta influencia (de la Iglesia) en todos los niveles (de la sociedad), afirmar que existe hoy una cultura laica, completamente exenta de elementos católicos, es una ilusión piadosa”. En otras palabras: los fenómenos religiosos presentan un punto de contraste y tensión dramatizado y, por ello, privilegiado, desde el cual reflexionar sobre la condición humana en una cultura mediática. A modo de describir las relaciones públicas del Vaticano, tanto como el asedio (¿místico?) de los medios, Ballardini describe así la estrategia de relaciones públicas de Juan Pablo II: “Se puede afirmar que Wojtyla hizo un uso tan masivo de los medios de comunicación que fue fagocitado por ellos, y él mismo terminó por transformarse en canal de comunicación”. Bien podríamos sugerir, bajo esta lógica, que el Papa polaco entró en comunión con los medios, que fue devorado por los espectadores, para, como el Cuerpo de Cristo, volverse parte de nosotros y, a su vez, comernos por dentro. ¿Estaré exagerando? Sin duda es digno de admiración el ingenio y empuje que la Iglesia ha mostrado en estrategias de marketing (propaganda, testimoniales, puntos de venta, benchmarking, targeting, product uniqueness…). Ya quisieran tantas otras multinacionales tener tal alcance e impacto. El otro lado de esta moneda es la divinización que produce el marketing en las mercancías.
En un caso de esta naturaleza puede que la retórica esté de más, porque los efectos de la fe y del mercado y del mercado de la fe, más que nunca, están fundamentados en imágenes. Los recursos técnicos de la estética de la divinidad, vis a vis los poderes del diseño, pueden vislumbrarse, entre la crítica y la reverencia, en la obra de Valerio Gámez, con particular énfasis en los espectaculares de su serie Moda Dolorosa, la que montó en la Ciudad de México y en Estocolmo en 2003. En ellos se puede observar un Cristo “a la Calvin Klein” que se pasea por el desierto y mira el horizonte galantemente. De lo más prêt-à-porter vemos al modelo luciendo una corona de espinas bañada en oro y una serie de milagros colgando de su camisa púrpura, como quien trae a la vista las llaves de su BMW. Mientras, con esa grandeza y desfachatez que la moda conoce, al hombro lleva un saco violeta y dorado súper catholic-chic.
Hay una diacronía sobreimpuesta y extraña en la obra de Gámez, y en su extrañeza cabe preguntarse sobre el sentido y estilo que tendría una figura como la de Jesús en un mundo mediatizado como el de ahora. Pero a su vez, hay algo en la estética de esta obra —y de aquella de la Iglesia misma que rebasa la temporalidad arraigándose en un barroco delirante, bizarro y erotizado— como puede palparse en su Cama litúrgica, presentada en el Museo del Chopo en 2010: “…en la acepción común, lo sagrado no puede ser sino ‘grandioso’, ‘majestuoso’, ‘imponente’, nunca sutil. Lo sutil difícilmente se comparte y por lo tanto no se adecúa a la masificación. El kitsch es exactamente la consecuencia de la masificación de la estética…”, explica Ballardini en su capítulo “El sagrado kitsch”.
La obra de Gámez desarma, a momentos, por la tensión entre el glamour de la estética eclesiástica y la devoción que exigen la publicidad y sus estándares: así como la top model es top a expensas de que las demás sean menos, el hombre santo, así como el objeto sagrado, lo es a cuestas de todo lo demás. Entre la doctrina de la publicidad y aquella de la Iglesia, generalizando burdamente, se presentan dos versiones absolutas de la vida y la muerte, del origen y el fin y, por ende, una noción de todo lo de en medio. Una clama: “Acumula la mayor cantidad de satisfacción en el menor tiempo posible; disfruta al máximo, ¡ya!”. La otra parece decir: “Pospón tu placer indefinidamente para complacer a la deidad y manipular las leyes del universo para un bienestar a muy largo plazo, post mortem”.
Jamás he escuchado a un muerto hablar, aunque haya quien asegure que en Haití esto es posible. No tengo modo alguno de asegurar, pues, qué acontece al morir. Sin embargo, la noción de santidad, concebida como merecedora de reverencia espiritual o asombro, confiere la cualidad de trascender este límite humano de la vida y la muerte, y sirve para reafirmar la validez y credibilidad del producto de productos: la salvación. Siendo que lo divino se refiere a lo asombroso, ¿por qué descartar la mayor parte de nuestras vivencias a nombre de quienes administran el Monopolio de la Fe? Pero los neuróticos ordinarios estamos muy dispuestos a compensar algo tan abrumador como la vida cotidiana con prontas respuestas, como las que ofrece la Iglesia. Como dice Ballardini: “Frente a la masa, el poder de la marca derrota la oscuridad de la incertidumbre. Y genera fe”.
Como conclusión cito de nuevo a Ballardini, cuya propuesta me parece muy sugestiva cuando dice que “la fe no puede ser compartida y, en consecuencia, no puede transformarse en objeto de consumo masivo gracias al marketing, ni puede ser exportada, ni volverse un bien de cambio u objeto de propaganda. Debe ser una cuestión rigurosamente privada y personal. (…) ¿Qué debemos hacer para no dejarnos influenciar más por el ‘es lo que hace la mayoría’ o ‘lo dijeron en televisión’, y dejar de adquirir bienes que ya tenemos, o incluso nuestras propias creencias?”.
Vale la pena confiar en la experiencia viva, a pesar y a través de su asombrosa incertidumbre; experiencia siempre dinámica e incapaz de congelarse en escrituras o ritos. Aunque incómoda, es, si somos sinceros, la única opción. Además, a la larga, no hay rating, por alto que sea, que disipe del todo a la angustia existencial.
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