Ahora que las megaproducciones de identidad patria están por avasallar las calles, pienso en los comerciales de cerveza que pasaron al aire durante el mundial de futbol: ese grupo quesquediverso de personas interrumpiendo sus labores para llevarse la mano al corazón y como bajo una hipnosis histérica clamar “¡México!”. Pero lo que estas imágenes me generan no es una sensación de unidad para con mis vecinos, o de un propósito común, sino una recurrente sospecha de que esta infantil adulación a lo que más asemeja es al llamado Síndrome de Estocolmo.
Dicha patología presenta sobre todo un síntoma peculiar: como secuela a un rapto o abuso, la víctima se enamora de sus captores. Ya sea por el trauma, el sobresalto o como una reacción para sobrevivir o dar justificación a lo vivido, la víctima toma el lado de quien le oprime, incluso defendiéndole en ocasiones. ¿Acaso no es similar a esto del bicentenario; celebrando a nuestros captores, bajo la fantasía de que nos rescataron de otros captores más gandallas, adquiriendo de paso una deuda imposible de pagar (ni con el IETU, vamos)?
Agregaría a esta reflexión, torno al Síndrome de Estocolmo Patrio, que quizás valdría la pena preguntarnos por qué celebraremos tanto el bicentenario, mientras que los 150 años de las leyes de Reforma pasaron casi desapercibidos. En fin, como dijo George Orwell al principio de su novela antiutópica 1984: “Quien controla el presente, controla el pasado. Quien controla el pasado controla el futuro”. Pero de menos las monografías vienen con dibujitos cotorros, ¿no?