domingo, 12 de septiembre de 2010

monografías

Texto para mi columna en Max, en vista de las fiestas parodias septembrinas. Al escribirlo aún no sabía que Lady Gaga viene al patriareven 2010. A ver si alguien se acuerda cómo terminaba ese chiste de: ¿cuál es la diferencia entre nacional socialismo y nacionalismo social? Era una cosa que tenía que ver con Curas y Presidentes y Productoras y Consultores y así, ¿no?

Mi entendimiento de la historia nacional, debo admitir, cuenta con la misma nitidez que la fotocopia de una monografía. Pasean por mi mente fechas, leyendas, emblemas y rostros con paliacates, como un collage que provoca a ratos apatía, y, en otros, ciertos desplantes de admiración. Así, termino por preguntarme si nuestra memoria histórica no será tan borrosa y convenenciera como mi propia memoria tras una noche de actos dudosos.

Ahora que las megaproducciones de identidad patria están por avasallar las calles, pienso en los comerciales de cerveza que pasaron al aire durante el mundial de futbol: ese grupo quesquediverso de personas interrumpiendo sus labores para llevarse la mano al corazón y como bajo una hipnosis histérica clamar “¡México!”. Pero lo que estas imágenes me generan no es una sensación de unidad para con mis vecinos, o de un propósito común, sino una recurrente sospecha de que esta infantil adulación a lo que más asemeja es al llamado Síndrome de Estocolmo.

Dicha patología presenta sobre todo un síntoma peculiar: como secuela a un rapto o abuso, la víctima se enamora de sus captores. Ya sea por el trauma, el sobresalto o como una reacción para sobrevivir o dar justificación a lo vivido, la víctima toma el lado de quien le oprime, incluso defendiéndole en ocasiones. ¿Acaso no es similar a esto del bicentenario; celebrando a nuestros captores, bajo la fantasía de que nos rescataron de otros captores más gandallas, adquiriendo de paso una deuda imposible de pagar (ni con el IETU, vamos)?

Agregaría a esta reflexión, torno al Síndrome de Estocolmo Patrio, que quizás valdría la pena preguntarnos por qué celebraremos tanto el bicentenario, mientras que los 150 años de las leyes de Reforma pasaron casi desapercibidos. En fin, como dijo George Orwell al principio de su novela antiutópica 1984: “Quien controla el presente, controla el pasado. Quien controla el pasado controla el futuro”. Pero de menos las monografías vienen con dibujitos cotorros, ¿no?


jueves, 2 de septiembre de 2010

la obligación de gozar

Otro texto de la columna Síntomas de una Época en la revista Max...


Como filósofo, a menudo mi labor consiste en decididamente perder el tiempo buscándole chichis a las hormigas. Entre todo este pensar, reflexionar y contemplar chichis y hormigas (aunque pienso mucho más en chichis que en hormigas, debo admitir), hay una pregunta que regresa de vez en vez como un imprevisto gancho al hígado: ¿qué es el Sentido Común?

Quizás eso que llamamos sentido común dictaría que la respuesta es obvia: el sentido común es, pues, el sentido común, y ya. Pero, ¿qué quiere decir? ¿Es algo que comúnmente hace sentido o se refiere a un sentimiento compartido por una comunidad? No lo sé, pero toda la evidencia parece indicar que el sentido común se supone tiene que ver, principalmente, con la forma en que le damos sentido a lo que nos sucede, en un intento por responder de manera práctica a las situaciones de la vida diaria.

Curiosamente, una de las máximas modernas más contundentes de este sentido común, es considerar que el propósito de nuestras vidas es acumular la mayor cantidad de disfrute en el menor tiempo posible. Lo extraño—o paradójico, más bien—es que pocas cosas generan tanta angustia, agresión, prisa, ansiedad, aislamiento, depresión, confusión y conflicto en el mundo como esta obligación de gozar.

Hace poco, de camino a casa, me crucé con la lona promocional de un bar que anuncia lo siguiente: “Ven a beber y a disfrutar que la vida es breve.” Y claro, de entrada, de botepronto, hace sentido. Y ese es justamente el problema con el sentido común: como hace sentido rara vez lo cuestionamos.

Comoquiera, poco después de que hubiera pasado el efecto inicial del sentido común, fue posible algo de reflexión sobre la lona del bar y pensé: ¿entonces, bajo sus premisas, no sería la vida demasiado breve como para pasarla a toda velocidad adormeciendo los sentidos en un frenesí de hiperestimulación? ¿Que no es la vida demasiado corta para habitarla con prisa? ¿No es acaso demasiado fugaz como para abandonarse a la persecución constante de metas, devaluando cada instante del presente por no ser igual a ese objetivo ideal? Pero, lo que es más, ¿la vida es breve según quién o en relación a qué? Y ¿qué, apoco no todo este afán por medir, cuantificar, regular y comparar el tiempo, la vida y el disfrute les quita el chiste, el sabor?

En fin, puede que sólo sean chichis de hormigas, pero como dice un amigo mío, quien como es historiador considero tiene una noción clara del tiempo: “Perdamos el tiempo, que es de lo poco digno que aun podemos hacer”.