Lo difícil de las generalidades simplistavagoexperienciales
Dharmicocristianas quesqueespirituales
Es que como explicaciones todo lo que tienen son analogías
Luís H. Valadez, Eye likes it when ya die/Lord, hear our prayer
Imaginemos por un momento que te dedicas a la actuación (no por dudar de tu tan auténtica autenticidad—ni tantito). Ahora, tan sólo por seguir con este ejercicio, supongamos que desde mediados del año pasado, tu agente, en un frenesí de metanfetaminas y ginebra, cerró un trato tremendo. Este contrato te habrá de convertir en el próximo protagonista de la más históricamente desproporcionada y espectacularmente costosa producción de la vida de Jesus Christ (si eres chava no importa, te maquillan denso, barba postiza, efectos digitales, túnicas holgadas, etc.).
Todo marcha de ensueño durante tu primer año: leyendo el guión en un convento guadalupano, recortándote la barba para viajar a tierra santa, fumando mucho, dejando de fumar, dando entrevistas con lentes oscuros para Oprah, recibiendo bendiciones papales ante una multitud, tomando clases de arameo y de cómo ser crucificado—ya sabes. De pronto, tras un chequeo médico rutinario, se te informa que habrás de morir en exactamente una semana (evitaré los grotescos detalles de cómo y porqué; para no exhibirte—no es TV-Notas).
Aparte de todas las cosas que nunca hiciste y que ahora juras siempre quisiste hacer, te encuentras con el siguiente dilema: el director-guionista (además de ser pedante), ha decidido que a manera de homenaje, quiere que seas tú quien escoja tu reemplazo para este monumental papel. Sólo que hay un pequeño problema: la casa productora detrás del casting y demás, tiene un contrato eterno y definitivo para este guión, por lo cual te presentan únicamente tres opciones: Keanu Reeves, Diego Luna, o Gael García-Bernal.
Al oír la noticia, Keanu, tras hojear con fatiga e indiferencia el guión, declara públicamente que ya está completamente hastalamadre de salir en posiciones fetales y salvar al mundo. A la mañana siguiente amanece muerto en la tina de un hotel en Utah (¿o fue en Tijuana?)—sí, adivinaste, en posición fetal. Ni modos: ¿cuál de los charolastras consideras que mejor pueda imitar “la mirada mesiánica”?
A LO QUE VOY ES, que mucho de lo que consideramos “espiritual” suele no ser más que la perversa emulación de ciertos gestos. Una suerte de semiótica de lo trascendente. Decimos las frases en coordinación con las muecas correspondientes, compramos el collar, aprendemos a pronunciar palabras como “karma” o “dominus”, viajamos a la India (o a Tepoztlan), nos persignamos mirando al cielo con cara de misericordia, miramos invasivamente a los ojos a los demás… Es como si creyésemos que por vestirnos con terciopelo púrpura y hacer cosas peculiares con nuestro pelo facial, automáticamente vamos a tocar la guitarra como Prince.
Hay quienes conciben lo espiritual como referente a un plano inmaterial, ideal, y masturban sus platónicas cabezas con abstractas teorías sobre la reencarnación. Suelen mantener concepciones chiclosas sobre cómo la vida está llena de lecciones que si uno reprueba habrá de repetir infinitamente—como una perpetua pedagogía arquetípica. Estos son los Forevereados. Mientras que en el supuesto otro extremo, están los que no creen en “esas jaladas” y se dedican, con ejemplar devoción, a la acumulación de bienes, actitudes desencantadas y vivencias triviales. Los coleccionistas, pequeñodéspotas ensalzando sus narcisos con más (o menos) de lo que sea. Estos son los Nihilistas. Siempre y nunca, todo y nada. Y claro, toda una gama de combinaciones y cocteles intermedios. Nos tenemos que desprogramar, o programar, o reprogramar; que cortarnos el pelo, o dejárnoslo largo; que vestir de blanco, o dejar de hacerlo; regalar nuestros ahorros, o hacer mucho dinero; dejar de ser pretenciosos, o aceptar que lo somos. Lo que sea menos vivir directamente, en primera persona, desde nuestra corporalidad.
Pasa que nuestra concepción de lo espiritual suele estar al servicio de los más insidiosos de nuestros hábitos y miedos egocéntricos. Frecuentamos calumniosos y supuestamente sutiles concursos, para ver quién es más tolerante, sereno, desprendido, comprensivo, pleno, intenso, entusiasta, abundante, valemadres, sensato, temerario, solemne, etc. Sin importar si los valores que concursan son de índole “pacheco-buenavibra” o “satánico-gandallas” o “escéptico-cool” o “posmo-ingeniosos”, no deja de ser un concurso. No cesamos de percibirnos y tratarnos como objetos en una batalla con otros objetos. Amueblando y decorando nuestros egos, acabamos con frases como: “yo soy más chingón que tú porque tengo menos ego que tú” (que aunque no las digamos, las creemos).
Con ahínco ideamos nuestra experiencia como escindida: un sujeto y un objeto. Una división arbitraria fundada en la utilidad. Un mundo de objetos a los cuales atribuimos cualidades mágicas como la independencia, la esencia y la permanencia. Un mundo a disposición de un sujeto al cual proyectamos con características místicas, como la inherencia, la objetividad y la certeza. Acabamos alienados e intentando manipular nuestro entorno, y los mundos detrás del mundo, en una voraz persecución de inmunidad.
Cada que algo rebasa o se escapa de esta misión imposible, con tremenda velocidad, agilidad y una insistencia admirable, lo reinscribimos dentro de nuestro modelo habitual. Somos como una especie de MacGyver holográfico, volteando toda situación a ventaja de nuestra preciada fantasía de seguridad ontológica. Que nada nos toque, que nada nos cambie, que nada nos mueva…Pero claro, que los demás nos reconozcan por lo profundas que han sido nuestras vivencias, por lo especiales que somos. Ya sea que vayamos a las islas de Fiji a tener orgías en pañales o andemos de rodillas a la Villa, ya sea que nos rapemos la cabeza y no comamos más que hígado por 40 días o hagamos miles de postraciones en el Tibet antes (o después) de ir a Ibiza, o que cotorreemos con Tom Cruise y John Travolta en una convención Dianética, en general no hacemos más que procurar aprobación y ventaja. Huir de la humillación, correr hacia los aplausos (¿qué, nadie vio American Idol?).
Es peculiar que a pesar de lo inmersos que estamos—y quizás gracias a ello—, solemos obviar que la cosmovisión más en boga hoy día es el capitalismo. Si bien, cuando decimos Cristianismo o Maradonismo, nos referimos a la ciega afinidad y ferviente devoción para con Cristo o Maradona. Sin embargo, pasamos por alto que ahora somos fieles piadosos del capital. Admiramos las experiencias y sofisticaciones que el capital provee, el carisma y la superioridad que supone infundir como misterio en los sujetos que más poseen, el quesque sentido común y soluciones rápidas que ofrece. El Zen capitalista light: que nada te afecte, vive en el momento (¿cuál momento y cuánto cuesta?). ¿Qué mejor ejemplo de ello que el avasallador y siniestro auge que exhiben personajes como el Dr. Jesús Miranda (Cristo Hombre), o Madonna con sus matemáticas intergalácticas y baños de lluvia? ¿Y qué síntoma más nauseabundo que el trepidante éxito de la neurosis obsesiva por medio de El Secreto? ¿O qué tal que los grandes empresarios (del narco) se vuelven santos?
Y cómo no iba a suceder esto, si nuestra concepción de Espiritual es más difusa y tambaleante que la vida de José José. El diccionario ofrece lo siguiente: Referente al espíritu, ¿Qué diablos es eso del “espíritu”? (¿No se les dice así a los vinos?) Para cerrar me gustaría proponer lo siguiente: la espiritualidad se refiere a las prácticas de la subjetividad; técnicas que revelan su naturaleza, sus características, su plasticidad; métodos que alumbran el asombro mismo que nos constituye. La espiritualidad alude, así mismo, a las instancias—a menudo accidentales—en las cuales la delirante división sujeto/objeto es interferida y deconstruida por una inmanencia viral. Por ejemplo, una práctica que me parece atinada para describir la espiritualidad, vendría a ser la meditatio mortem. Es decir, una contemplación sobre la propia muerte, que nos restituye a una apreciación fulgurante del mundo.
En fin, creo que ninguna religión es tan deplorable como la psiquiatría, las nuerosciencias o la sociobiología—por la rampante homologización que propagan gracias a su supuesta “verdad empírica”. Pienso que no son mucho más que defensas místicas del neoliberalismo. Y no son tan distintas a las premisas del Opus Dei o aquellas de los Raelianos. No sé, pero lo que sí puedo asegurar es que aún prefiero releer La Panza es Primero de Rius que aventarme un “viaje de poder” en Teotihuacán (o en cualquier otro lado, pa’l caso) con Don Miguel Ruíz, y que cada que veo a algún chavito (o no tan chavito) Krishna, con su melenita esa, ya sea en un aeropuerto o en el Parque México, mi primera reacción es querer darles un sape. Y mi segunda reacción…también.