I never love nobody fully
Always one foot on the ground
And by protecting my heart truly
I got lost
In the sounds
I hear in my mind
All these voices
I hear in my mind
-Regina Spektor, Fidelity
Always one foot on the ground
And by protecting my heart truly
I got lost
In the sounds
I hear in my mind
All these voices
I hear in my mind
-Regina Spektor, Fidelity
Y aquí regresa, ese punzocortante torbellino de calor en el pecho, aquel dolor de amor. El incierto peso de lágrimas anunciadas gira en la boca de mi estómago mientras como jeroglíficos, lo dicho se repite en mi cabeza. De pronto llega una brisa de calma y sé que así de pronto también se irá; pero aún así, entiendo que de momento no hay nada más que pueda hacer—salvo quizás abrirme sin reservas a ese oleaje de pena en el pecho para así acariciar al mundo, con la tierna evidencia de una vulnerabilidad total.
Pues batallar contra la niebla de la ideología, contra la constitución química de su historia y los gases de su propagación continua, no es más que disponerme a una intoxicación severa—mareo, vértigo, distorsión. No puedo. No puedo más. No puedo más que considerar que yo soy esa niebla; que la llevo inhalando desde que tengo nombre, y que mis células no se distinguen de ella. Hasta esa sensación de distancia escéptica es producto de la niebla; la claridad no es más que un concepto significado por el transcurso e inercia de la ideología. Cuando pienso en la niebla aún pienso engullido, cubierto en sus nebulosas constelaciones de sentido. Sin embargo, la tragicómica ironía es que a pesar de estas contemplaciones continuas, todavía creo que sé, hasta sé que sé; y con todo y el horror que este caer en cuenta trae consigo en las instancias de lucidez, el hábito es brutal.
Bien, pero, ¿por qué habría de importarme? ¿Qué más da, no? Si fuera un determinista (y la tentación de hacerlo es tremenda), o un nihilista (y la inclinación a ello es seductora), habría de acordarlo, y callar con un supuesto loop de chistes siniestros, para seguir convencido de un inicio y un fin. Pero algo me rebasa, continuamente hay agujeros en la textura de la verdad, y la certeza se disuelve en algo sin nombre que recorre el cuerpo inminentemente. Y esto es recurrente, algo se repite en mi experiencia, algo abismal y ominoso que regresa y dispersa la solidez de cualquier fórmula.
La sensación de voluntad es eso, una sensación; un efecto especial producido a posteriori por reacciones neuronales. Mi voluntad es un recuento de memorias recalentadas y repeticiones insaciables, de fabricaciones de significados; es una colección de historias que generan la ilusión de que hay, en efecto [sic], un coleccionista. Un especie de agente adhesivo que surge en dependencia de la narrativa asumida, y este efecto se re-presenta como inherente, y es más, como creador absoluto e inmutable del efecto en sí…Amén de paradojas. Ni tanto. Sino que aparecen recurrentemente las fallas en esta construcción, y nuestra reacción es querer taparlas, para mantener la sensación de singularidad, en vez de ese vacío múltiple que invita a la aceptación del desconocer. Soy un concepto en una venta de garaje de conceptos.
Y no.
Aquello que interrumpe, aquello que interfiere, aquello que instiga, aquello que provoca hacia el entender, mas no el saber… Tampoco hay manera de que eso no me afecte de forma entrañable y constante. Pero no puedo forzar las cosas, no puedo más que cooperar con propiciar las causas y condiciones necesarias para un profundo romance con lo que sí hay. Ese gran sí que Nietzsche anuncia y Bataille reclama y declama.
Bien, pues a ello: el amor. Refrescante rayo de lúcida dulzura radical. Y la palabra teñida de historias y figuraciones con las que no puedo osar romper y adentrarme en un nuevo mito adánico. En el banquete de Platón, ya se quebraban el habla con este tema en la lengua. Amor puro, amor platónico, amor romántico, amor apache, amor fraternal, amor problemático, amor sincero, amor filial, amor por el arte, amor por el prójimo, amor loco, amor idílico, amor mesiánico, amor propio, amor único, amor, amor, amor. Amor de mis amores.
Es ahí, en eso que llamamos amor, y hemos de despojar de su signo para probar en su inconmensurable ferocidad e inmanencia, que nos es posible ser trastocados por el peso de la locura de nuestro mundo. Es ahí en esa inevitable disposición a la apertura que la carga de las perturbaciones en nuestra radical interdependencia se hacen manifiestas y más de una vez hemos de aullar. La bestial interpelación de nuestra propia ignorancia se aparece entre los huecos y en general no hay más que una terrible impotencia ante su momentum.
Reñimos contra los fantasmáticos tintes de la utopía en boga en nuestra cabeza acomodada, para terminar exhaustos y heridos y resentidos con aquella alucinación auto-profética. Quizás lo suficientemente derrotados para disponernos a examinar cómo nos habita ese fantasma. Quizás lo suficientemente inspirados para cariñosamente oír a ese espectro llorar emberrinchado y acariciarle sin razón, hasta desmentir su locura y apreciar cómo en su rostro se tuerce una sonrisa luminosa, aquella que surge cuando lo real regresa en eclosión.
Es hermoso sin mesura, atestiguar, cómo abres los ojos para despertar a un mundo desprovisto de obviedad, de nuevo fresco, extraño y asombroso. Y tu corazón en flamas… contagioso.
Somos mortales.