A mí se me hizo un poco menos difícil emputecer
cuando llegué a la sabia conclusión de que mis mariditos
no lo estaban haciendo conmigo, sino con su dinero.
Yo era, otra vez, una simple intermediaria.
Xavier Velasco, Diablo Guardián
En tanto formas de entretenimiento pachecas-forever, las teorías de conspiración funcionan. Cumplen con una tarea medular, dentro de dicho ámbito. Son como una consola para modular las paranoias ocasionadas por las ambivalencias de la vida cotidiana. Unos goggles de distorsión para modificar la percepción del entorno asegurando los niveles de confort del egocentrismo. Como unos visores bio-digitales de una versión tardía de Intelevision que nunca lanzaron al mercado debido a “posibles efectos secundarios”—lo cual no quiere decir que no continuaran haciendo pruebas en los laboratorios del CISEN. Las teorías de conspiración son como un aparato para aliviar el peso bruto de la incertidumbre; un cemento hiper-chemo para rellenar con certezas cualquier hueco existencial. Te dejan el cerebro todo amarillo y pegosteoso. Así todo cuaja.
No es que dude de la existencia del mal, o de las intenciones de cuanto ojete anda suelto. Lo que pasa es que no creo que joyitas como Dick Cheney, Salinas, Los Reptilianos o la Tigresa, cuenten con la capacidad de comunicación como para establecer acuerdos secretos fundamentalmente tan bien organizados. Parte de la genialidad de la reciente Quémese después de leerse de los hermanos Coen, reside justamente en que la paranoia no encuentra en qué basarse: no hay un gran Otro manipulando las situaciones; ni los rusos, ni la CIA, sino tan sólo una enmarañada serie de confusiones y trivialidades. Sobran quienes prefieren ahuyentar las responsabilidades personales culpando a los Iluminati o a los aliens de todo cuanto está jodido—cualquier cosa menos considerarse ordinarios y errantes. Pero más aún, dudo de que haya algo oculto, un mítico detrás del detrás de las cámaras, como el hilo negro (transparente) que sostiene el sentido de nuestra estructura socio-económica. Pienso más bien, que, citando a los Expedientes Secretos X: la verdad está afuera.
Puede que las noticias en apariencia más nimias o lúdicas, resulten ser, a pesar de la paradoja, la información más esencial sobre el estado del mundo—sobre el estado de la realidad. Los datos más triviales, aquellos que por su proximidad a la vida diaria, por la insignificancia o intimidad que leemos en ellos, pasamos por alto y no analizamos con discernimiento, puede que sean los más apremiantes. Es posible que ahí, en toda esa información que obviamos, se encuentren claves sobre nuestra constitución como sujetos. Puede resultar más influyente sobre nuestra psique una revista que hojeamos en la sala de espera del dentista, que esa enciclopedia de pensamiento político que estudiamos con rigor para nuestra tesis, o la Biblia.
Los cuestionarios, tests, tips, los comerciales para medicamentos para el insomnio o la impotencia, los promos de brujas que venden amarres y hechizos de amor, los hotlines psíquicos, la estética de los infomerciales, los avisos de autos usados, de masajes y de escuelas de belleza, las recetas y las ofertas de empleos de telemarketing, etc. puede que estos sean los puntos más críticos a tratar en una lectura de nuestra subjetividad en los medios contemporáneos. Estos sitios de transferencia de información están plagados de cosas que asumimos por completo, sin reservas. Develan tantas de las creencias y convicciones que nos constituyen. Creencias invisibles para nosotros, precisamente porque las creemos. Se han vuelto un lugar común: sentido común. Por ello rara vez miramos con extrañamiento o curiosidad esas zonas de producción cultural, sitios de producción de subjetividad encubiertos por su obviedad.
Dentro de este rubro, hay un tipo de producto peculiar: los estudios. A cada rato nos andan compartiendo generosamente los resultados de todo un popurrí de encuestas e investigaciones—como si les hubiésemos preguntado. Hace poco, un amigo—quien sabe de mi interés por buscar sectas en internet en mi tiempo libre—me envió un texto que se topó en un periódico inglés enlinea.[i] No aludo a este artículo porque sea raro o explaye alguna característica de vanguardia, de hecho es de lo más recurrente y sintomático. Imprimen estudios del tipo a cada rato, en cualquier tipo de publicación—compulsivamente.“Porqué las mujeres tienen mejor sexo con hombres más afluentes” se titula el innovador artículo. Ni siquiera preguntan, sino que de entrada lo postulan como un hecho y prosiguen meramente a explicarlo. Respaldado por el discurso las nuevas ciencias (sofismos desenfrenados), como son la psicología evolutiva y la sociobiología, explica que debido a la programación genética, la mujer padece orgasmos más potentes con hombres que le propicien la seguridad de una cueva para proteger a sus futuras crías. Cosa que hoy en día es equivalente a una cuenta bancaria hinchada. Es decir que aún no se les ocurre que hay en la sexualidad humana algo más que la reproducción; el orgasmo femenino, así como el clítoris, siendo fenómenos radicalmente excedentes, sobrantes para la reproducción de la especie.
Con ingeniosas frasesitas piteras como “lo que importa es el tamaño de la cartera”, continúa dando cátedra de esta sexualidad cuantificada, relegada a experimentarse como un concurso lleno de cuadrículas, doctores y termómetros. La ciencia—al igual que el porno— hay que decirlo, ha intentado redundantemente, y con singular ahínco, dar un recuento oficial del orgasmo femenino. Y en este aparatoso gesto, en apariencia tan trivial, se exhibe la fantasía básica de la ciencia: vivir en tercera persona lo que sólo ocurre en primera persona. En este afán por comprobar, verificar, repetir, calcular y predecir todo, la ciencia ha terminado por atiborrar la sexualidad humana de normas. Un código que si en facha más laxo que aquel de la Iglesia, es mucho más insidioso, impositivo y totalitario, ya que pretende provenir de una imparcialidad total.
Ahora resulta que todas las mujeres (de menos ya incluyen a sus mamás y hermanas) son putas por naturaleza, incapaces de gestar deseos—deseos propios, deseos imposibles de entender o explicar. Así, estamos obligados a gozar debidamente: mucho, mucho pero no demasiado, en forma, como el ingeniero manda. Como si la sexualidad humana, el erotismo, la vida libidinal del sujeto, se tratara de un aparato electrodoméstico: presione aquí periódicamente durante un minuto, gire tres veces a la izquierda y listo. Menuda disociación. Ofrecen una versión cuantificada de la sexualidad, con medidas de tiempo y el dictamen de lo sano reverberando sin parar. Sexualidad perfomance.
Más trágicamente irrisorio aún, es que todo lo indecible e inconmensurable de la sexualidad humana, por angustia, lo intentan resolver—como si de entrada fuera un problema—ahora con un fajo de billetes. Ni así se les ocurre cuestionar qué tan enredada está la ciencia con las estructuras de poder de un determinado periodo sociohistórico, con el sistema político y económico en boga. Víctimas de un delirio de objetividad, y en efecto, así miran todo (y a todos): como un objeto aislado. Creen poder explicar algo en lo cual uno no se puede más que implicar. Es como preguntarle al gandalla de los dientes de oro al que le vas a comprar un Tsuru usado en una bodega en la Buenos Aires, “¿Qué tal jala?”, y creer que responde desinteresadamente. Le crees porque le quieres creer. Te dieron tautología por aporía.
Es quizás hasta para enternecerse, la manera en que, a pesar de tanta ventaja que procuran estos millonarios, y de cómo basan su atractivo en esa relativa ventaja, siguen atormentados sobre el orgasmo femenino, siguen buscando confirmación. Habrá que darles lo que tanto quieren: una instrucción. Aquí va: dejen de estar examinando a la dama y procuren cultivar eso que les rebasa (y angustia), que bien podríamos llamar amor. Ya que justo ahí, en esa tremenda vulnerabilidad donde la implicación es infranqueable, ahí florece la distinción entre saber y sabiduría…ahí se expande la atención.
En fin, para teorías de conspiración nada como el orgasmo femenino y el capital. Pero para acabar pronto con el tema: ¿no han oído hablar del lechero?
[i] http://www.timesonline.co.uk/tol/news/uk/article5536873.ece