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lunes, 14 de enero de 2013

Bajo el hechizo del 13

Acá va mi artículo de ayer en el Reforma.



Jamás he estado en un piso 13. No es que los evada, sencillamente no he tenido el honor. He estado en varios décimo terceros pisos e, incluso, he subido 13 pisos de escaleras para toparme, sin aliento, con el piso 14 o el 12-A. Es curioso que a pesar de encontrarse a 13 pisos del suelo no lleven el símbolo numérico correspondiente. En sentido estricto, siguen siendo el décimo tercer piso. Pero así funciona la superstición: las ganas de creer rebasan, sin reserva, cualquier evidencia. Ya en funcionamiento alguna superstición, poco importa que sean profecías aterradoras, lo crucial es que todo tenga un porqué. Los supersticiosos prefieren un mundo lleno de malos augurios que cualquier hueco en la trama.
El número 13, en tanto signo, surge para representar una cantidad numérica. Son obviedades, claro, pero hay pocas cosas tan pasadas por alto como una obviedad. Cuando hay 13 cosas de cualquier índole (13 huevos, por ejemplo, con uno de ellos rompiendo la acostumbrada docena) se les nombra con el número 13. Lo peculiar es que, con el tiempo, las leyendas acumuladas y las tantas patologías que enreda la civilización, sea el signo y no la cantidad lo que se niegue en edificios. Y, por supuesto, también en asientos de aviones, autos de Fórmula 1 o hasta, se supone, el Office 13 que Microsoft no lanzará, saltándose directo al 14. En otras palabras, este sobregiro simbólico rebasa lo concreto. Como si pasando el 12, ese mismo 12 que impusieron los antiguos romanos a los meses (aunque diciembre siga refiriéndose al décimo y no al décimo segundo), hubiese un abismo.
Es como un mal viaje de LSD a la Dan Brown. Se persigue un símbolo tras otro, para llegar a resolver una trama que bien podría haber prescindido de toda la faena de pistas y criptogramas. El regodeo simbólico como placer por sí mismo. (Y vaya que respeto más a Brown, como autor, best seller y demás, que a los tantos autores sofisticados que hacen lo mismo, pero haciéndose los interesantes, como si ellos mismos fueran la pista o el Santo Grial. Además, sus obras no suelen verse en pantalla grande con Audrey Tautou).

Pero así como nunca he estado en un piso 13, tampoco viví en Los Ángeles en los años 1930. Y podría morir tranquilo tanto si lo hiciese como si no. Pero ahí donde no he estado, el cine hace su casa. El piso 13 (Columbia Pictures, 1999) fue una de esas tantas cintas de cambio de milenio (del 20 al 21) que intentaron lidiar con la angustia sobre el estatus de la realidad. La virtualidad iba en auge, haciendo añicos la idea de que la realidad no podía ser imitada, o acaso ya una imitación. Películas como Matrix, Exiztenz, Nirvana o hasta Total Recall tocan esa entonces dicotomía de realidad/virtualidad. En El piso 13, dirigida por Josef Rusnak, el espacio que lleva el nombre de la cinta es el centro de operaciones de un simulador de realidad virtual. Dicho aparato se encontraba en el futuro cercano, pero por pura nostalgia simulaba la más cruda realidad de Los Ángeles en 1937. El asunto se torna más enredoso cuando, al salir del simulador, los protagonistas se encuentran con que están, realmente, inmersos en otro simulador y así sucesivamente. Implicando que podrían estar siempre en un simulador y que a) desconocen la realidad como tal, y/o b) tal cosa (la realidad) no existe ni importa tanto.
Me parece atinada la analogía de la película. El uso del piso 13, aquel lugar que existe y no existe, aquel sitio abnegado en tantas culturas “civilizadas”, como el lugar donde se guarda el oscuro secreto: la realidad no es tan real. Como si afuera del reloj y sus 12 números se cayera el mundo. El mundo como es y el mundo como lo veo difieren ampliamente, según me dicen. Somos más supersticiosos de lo que nos gusta creer; quizá creer que no somos supersticiosos es sólo la más perniciosa de nuestras supersticiones. Al número 13 se le atribuyen cualidades que no tiene en sí. Tal como nosotros nos proyectamos, adjudicando a otros características que no tienen. Si creen que no, sólo pregunten a cualquier persona que haya vivido una relación amorosa. El temor al 13 se usa para suprimir el sinsentido y las dudas existenciales en general. Tal como quien niega la verdadera naturaleza de su pareja en turno, para mejor vivir su propio idilio. Todo fetiche sirve para encubrir. La triscaidecafobia (miedo irracional al número 13) tiene una función similar a la de ese piso 13 en la película: cubrir cualquier forma de azar o causalidad ignorada con la noción de buena o mala suerte. Cubrir aquella posibilidad de que la realidad no es tan real.
Pero ¿por qué el número 13? Para los junkies de la numerología todo número está lleno de implicaciones. Que si el 7 es celestial, el 9 es la plenitud y el 3, la Santísima Trinidad. Y no es que los números no hagan “magia”; para saberlo, basta ver un avión volando, la entrada de una catedral o los gráficos de un juego de video. Pero la mala fama del número 13 es también bastante evidente: El mundo occidental y el calendario globalmente impuesto por esta cultura se sostiene del mito cristiano, y de su texto oficial: la Biblia. 
De tal suerte, el que hayan estado 13 sujetos echando taco en la llamada Última Cena le ha dado mala reputación al número 13. Es indicador de que el complejo mesiánico es más común de lo que se piensa. Como si por sumarte a una cena donde hay 12 personas ya hay señales de peligro, porque obvio tú también, al igual que tantos pacientes psiquiátricos, eres el/la mesías. De ahí sólo hace falta un salto: ya ni se necesitan 13 personas, ni una mesa, ni una cena, sino que ya el número, el signo, solito y sin mayor contexto, indica pronta traición y muerte. 

De ahí ya puede asociarse histéricamente sin pudor alguno: la décima tercera carta del tarot es la Muerte (que por más que te digan que es buen augurio de “cambio” y no sé qué tanto, se ve muy fea esa calavera); 13 eran los meses del calendario pagano (lunar); Loki, el divino engañifa de la mitología nórdica, es el décimo tercer dios de su panteón, y en el credo abrahámico algunos consideran a Satanás como el décimo tercer ángel y aseguran que tiene 13 nombres, así en el décimo tercer libro del Apocalipsis se habla del Anticristo (la Bestia y otro número temido: 666), y, claro, existen los martes y viernes 13. Detrás de cada dato que atribuye mala leche al número 13, suele haber una leyenda o un hecho histórico tergiversado (rara vez distingo la diferencia): el viernes 13 de octubre de 1307, Felipe IV, Rey de Francia, manda arrestar a los caballeros templarios. Los acusa ante la Santa Inquisición de sodomía, idolatría [sic] y blasfemia; aunque, como con cualquier pandilla, fue por poder y dinero. Para los supersticiosos fue un viernes oscuro en la historia.
Pero las anécdotas están llenas de presunciones, y el simbolismo acaba siendo tan denso, e inconsecuente, como el humo en un fumadero en Garibaldi. Incluso, un viernes 13 no es ni viernes ni es 13, esos son datos imputados para dar una configuración simbólica a aquello que llamamos tiempo. De tal suerte, este año 2013, bien podría llamarse de cualquier otra forma, o ser designado con otro número o con galletas de animalitos. No me parece que tenga mayor augurio que el que nuestros esfuerzos permitan. Esto no quita que la psique participe en la alteración del mundo con base en signos, metáforas, asociaciones y demás. Pero entramos al terreno de lo que se conoce en inglés como self-fulfilling prophecy: una predisposición a creer que distorsiona la percepción y con ello la conducta. Como quienes atribuyen el penoso desenlace del Apollo 13 al número 13 y no a los tantos detalles que implica enviar una nave terrestre a la Luna.
Todo este hechizo del 13 es del reino de los hombres y no una pericia del cosmos o de un dios o como quieran llamarle. El único cuidado que tendría respecto al 13 sería: de tatuarme un 13, me aseguraría de que lleve detrás una herradura o unos dados. Para dejar claro que es para representar un signo de buena (o mala) suerte. Porque de no hacerlo, hay lugares donde me pueden confundir con los miembros de algunas pandillas que utilizan al 13 como marca para referirse a la letra 'M' o a un código postal. Por un detalle así hay lugares donde te parten toda la cara sin mayor consideración, sin importar que sea o no viernes 13.




lunes, 9 de mayo de 2011

Lady Gaga. La elegida del pop


aquí va el texto sobre Ms. Gaga, publicado este pasado domingo en El Ángel...


"Parte de dominar el arte de la fama es lograr que las personas presten atención a lo que quieres y que no le hagan caso a lo que no quieres que le hagan caso", comenta la hipercélebre cantautora electropop Lady Gaga en entrevista para 60 Minutes. Es quizá simplista, pero dentro de su lógica llega al meollo de la fama y el mercado donde se entreteje: la atención.

Hoy en día, este factor pretende medirse más que en cualquier otro punto de la historia, debido al modo en que las tecnologías dan cuenta de las tendencias y movimientos de la atención global y a la cantidad de horas en que un número creciente de personas nos encontramos enchufadas a algún tipo de medio. Pasa que el vertiginoso ascenso de Gaga a la cumbre de la celebridad, en sólo tres años desde su álbum debut, titulado con y sin ironía "The Fame" en 2008, tiene una correlación significativa con la tecnología. Gaga es la primera gran diva del pop en la era de las redes sociales, pero más aún, gran parte de su pronta y exuberante fama se debe a que ella apela a la generación de nativos de la Red.

Pero, como suele ser el caso, los efectos de la tecnología y las estadísticas asociadas en torno a la atención global dicen más y menos de lo que intentan decir. Particularmente en la época del Broadcast Yourself, donde los míticos 15 minutos de fama profetizados por Warhol puede que no tarden en lograr que, al menos por 15 minutos, nadie sea famoso. Digo, si todos somos famosos es como si nadie lo fuese, ¿no? Así, es probable que tantos de los récords que ostenta Gaga, como la cantante con un sencillo en el número 1 de los Charts en el Reino Unido (seguida por los protobeatlescos hermanos Gallagher), o el de ser, a sus 25 años, la mujer más buscada en Google (siendo Michael Jackson el hombre más cotizado por este buscador), seguida por la ex gobernadora de Alaska Sarah Palin.

También, se encuentra entre los 10 videos más vistos en Youtube, con Bad Romance, precedida apenas por un prepubescente Justin Bieber, y en cuya lista se encuentran videos como el de Charlie bit my Finger, donde un pequeño niño es mordido por su hermano menor —y nada más. Todo esto indica un factor extra: que ahora la audiencia también se regocija en su poder para hacer estrellas, clic por clic.

"Todos somos superestrellas", decreta Gaga como parte del mensaje motivacional semiterapéutico que su más reciente disco "Born this Way" (2011) entrelaza. Seguro que su confianza en sí misma (o en su creación, Gaga) es inspiradora, pero a veces dudar un poco de sí mismo o sentirse inadecuado previene de disparar a gente en el metro u otras cosas así. Como quiera, no es coin- cidencia que su historia, como la de tantas otras estrellas, insinúe ese mito del talento descubierto y el tránsito de la pobreza a la opulencia. Como tantas otras biografías pop, es una narrativa sobre el credo: creer en el sueño de sí mismo, y encontrar quienes crean en ese mismo sueño. Pero la palabra clave aquí es realizar: hacer realidad.

Pero el "tú también eres una superestrella" tiende, a su vez, a insinuar que si no tienes la fama y la lana de una superestrella es porque en realidad no cuentas con las virtudes del estrellato (aunque seas una estrella en tu propia mente). La fórmula parece básica: estar en el lugar correcto a la hora indicada para ser descubiertos (¿como América?) por algún iniciado en los misterios de la fama. Es una trama de coincidencias auspiciosas. Así, un equipo de producción con todo el know how necesario terminará de resignificarte de modo que genere en los otros una mirada de adoración/envidia/desconcierto/expectativa/deseo y, claro, el talento.

Pero el todo resulta más que la suma de las partes, extendiendo sobre la estrella naciente un halo retacado de aquel je ne sais quoi del estrellato, una suerte de divinidad que siglos atrás estaba reservada para los santos y luego para los genios, pero, ahora, la celebridad es la divinidad.


En este sentido, Gaga ocupa un sitio simbólico en el imaginario de una cultura; una cultura unificada, según lo expresa David Foster Wallace, ya no tanto por sus creencias, sino por imágenes en común, sugiriendo que nuestra conexión con otros se basa ahora, sobre todo, en un modo de atestiguar la realidad. Pero el rol que ocupa Gaga no es novedoso, aunque la perpetua vanguardia (su revolución institucional) a la que se ve obligada haría parecer que sí. Sus trucos: el shock, la androginia, la autoparodia y el sobresexuado desafío a ciertas normas, lo vemos en tantos de los ídolos de Gaga: David Bowie, Madonna, Cindy Lauper...


Más que de profeta de la innovación del Pop —y en verdad que creo que es una artista muy capaz—, su rol es de Elegida. Y es que la tecnología y la producción no bastan para dar un recuento de su fama, es decir, ¿por qué ella y no Christina Aguilera? Tal y como lo fue Britney o en su momento Lady Di, Gaga es una figura icónica con la cual una chica común puede identificarse y llegar a creer que ella también puede ser parte del mundo fantástico de la realeza, ya sea la de la farándula o en el sentido literal, con príncipe azul (Carlos) y todo el rollo. Es una figura de proyección para la vivencia vicaria. Su icono popular es como un avatar por medio del cual se puede vivir, de pronto, otra vida, una sin reservas. Eso en cuanto a Lady Gaga, ahora que quién es Stefani Joanne Angelina Germanotta, la artista que creó y encarna a Gaga, no sabemos y probablemente no importa.


Pero como demuestran programas tales como "Breaking the Magicians Code", saber que un truco es un truco no quita el gusto por la ilusión y la capacidad que tenemos de suspender nuestra incredulidad para ello. Entre mejor sea la producción menos se nota que lo producido es algo producido. Además, esto es de los placeres más comunes de la posmodernidad, la distancia irónica: donde se es célebre pero al mismo tiempo se muestra ser consciente de la deconstrucción de la celebridad. Digo, ¿cuántos detrás de cámaras no hemos visto? Pero ésa es la promesa del pop que con todo su glamour y su exageración coquetea con nuestros sentidos y promete sacudir un principio de realidad con un principio de placer, para llevarnos a un mundo mágico; pero más que eso, promete restituir a este mundo su magia intrínseca. Así, de modo cíclico, alguien es convocado por el imaginario social a ocupar el sitio de alto pontífice del pop; alguien es requerido para conducir sus ceremonias.

Esta realidad debe ser sacrificada en el altar de la teatralidad para poder así reemerger a plenitud con sus cualidades acentuadas. Es por ello que los sumos sacerdotes del pop deben pagar un precio por su poder, precio que Gaga tiene muy presente y supone aludir y parodiar en su álbum "The Fame Monster" (2009). Gaga comenta: "Todos quieren ver el deterioro de una superestrella... ¿no es esa la época en la que vivimos? Una época donde queremos ver a la gente que lo tiene todo, perderlo; es dramático. Pero yo no soy así en mi propio tiempo; no soy una chica que encuentras vomitada en un antro".



La atención global espera un sacrificio, y la estrella sacrificada así logra su inmortalidad, como Michael Jackson o Britney Spears; pero hay quienes lidian con la inmortalidad como vampiros, como el caso de Madonna, o quienes se convierten en zombies, como Ozzy Osbourne (o Cher, que está entre una categoría de ultratumba y la otra). Aún algún rastro de enajenación pop en mí espera que Gaga sea más una suerte de Rimbaud del electropop y que pronto declare que ya no tiene más que decir, que el avant garde ha muerto y que la vida está en otro sitio y huya para vivir; si no para convertirse en traficante de armas en el corazón de África, sí para vivir, nada más. Me pregunto por qué eso me suena esperanzador o algo así.

Y ahora lo vemos en series de televisión como "Glee" y de modo memorable y explícito en una película de la talla de "Dancer in the Dark", dirigida por Lars von Trier y protagonizada por la estrella pop islandesa Björk, quien interpreta a una trabajadora de una fábrica cuya vida se ve continuamente interrumpida por sus fantasías musicales. Bajo el hechizo de estas interrupciones o distracciones, todos en la fábrica o en la escuela bailan y cantan en elaboradas coreografías musicales, donde la sincronía es total y la vida se encuentra restituida a su merecida gloria dramática. La idea es desafiar y transformar la inerte opacidad de la neurosis cotidiana.

La mitología del Pop y su panteón de deidades procuran en el imaginario colectivo un reencuentro con la exuberancia y desfachatez que saboreamos en el breve rapto de esta vida humana.

Tal es el efecto que tiene la aparición de Jenny y Jackie Gaga en el metro de la Ciudad de México (y luego en Youtube, claro) quienes cantan, de improvisto, con todo y coreografía, "Bad Romance", de Lady Gaga, en un vagón a cambio de una cooperación.

El Pop, expansivo y mágico, como todo milagro, es fugaz; sus imágenes nos acompañan, delineando los márgenes de lo ordinario y lo extraordinario. Pero crecientemente, la amplificación de mensajes como la celebridad de Gaga se ve también desafiada por mensajes azarosos y patrones erráticos de la atención global, así, en el futuro no sabemos si los efectos secundarios de la obra de Mario Vargas Llosa o de Lady Gaga serán más influyentes sobre la narrativa que acordaremos en llamar realidad, que los efectos que puedan tener la semántica de la cara de Sarah Palin o un video de Jenny y Jackie Gaga.



miércoles, 10 de febrero de 2010

imaginar la catástrofe

Este texto, publicado el pasado domingo en el Ángel, suplemento cultural del periódico El Reforma, elabora una contemplación torno a la impermanencia.




Un año anterior a su muerte, víctima de una sobredosis a los 21 años, Sid Vicious, aturdido bajista de los Sex Pistols, predijo su propia muerte. La trama de su vida era entonces un enmarañado caos, digna de una historieta tragicómica. Sus días transcurrían teñidos por la fama exprés que le otorgó el boom mediático del punk, los cuidados de una madre heroinómana de quien vendría aquella última dosis letal, y discusiones volátiles con su desquiciada novia Nancy, a la cual terminaría por asesinar meses antes de su propio fallecimiento. En el torbellino de estos vaivenes de la vida declaró: “Tengo este sentimiento de que moriré antes de llegar a ser viejo. No sé porqué. Sólo tengo este sentimiento”.

Haciendo a un lado el hecho de que no es muy detallada su predicción—no menciona dónde, cuándo, ni cómo—, resulta difícil no entrever un matiz irónico, amargamente irrisorio incluso, en tal decreto. Digo, si te arañas el cuerpo con botellas rotas gritando “No futuro” en tocadas donde el público te agrede como respuesta a tus gargajos, para poder pagar tu siguiente dosis de chiva que habrás de inyectarte con tu mortífera noviecita, no puede ser muy enserio que no tienes idea de dónde emerge una cierta intuición sobre tu ausencia de porvenir. Dadas las circunstancias no sería un secreto que probablemente se encuentre algo reducida tu expectativa de vida. Musicalmente hablando, Sid Vicious era un pésimo bajista; sin embargo, fue mucho mejor profeta que Nostradamus.

Los motivos para creer esto pueden variar, pero para enumerar sólo un par: Primero, Vicious, a diferencia de Nostradamus, se refería únicamente a su propio apocalipsis y no al de toda la humanidad, la flora, la fauna y la totalidad espacio sideral. Y con este despectivo y quizás banal gesto, Sid asume una responsabilidad existencial que Nostradamus parece eludir con delirante fervor. Por otro lado, contrario a Vicious, al esotérico vidente francés se le pinta como carente de siquiera una gota de sentido del humor en sus fantasías. Sin sentido del humor, dudo que se puedan hacer predicciones de ningún tipo.

Ahora que el hiperanunciado y ya mítico 2012 se aproxima. Toda una sobrecarga de conspiraciones estelares y/o humanoides se van acumulando en películas que narran el Fin de los tiempos. (Presagio, 2012, El Día después del mañana, Guerra de los mundos, La Suma de todos los miedos, El Día que la tierra se detuvo, por mencionar algunas). Ya sea que Nick Cage salve a la humanidad gracias a su insoportable clarividencia y carisma, o que John Cusack rescate a su familia de los efectos desastrosos de emisiones solares y del exitoso padrastro cirujano de tetas, invariablemente me quedo con la duda, ¿qué acaso no viene ya otra catástrofe en camino? Cabe hacer memoria de hace cuanto tiempo se viene anunciando el famoso apocalipsis. Los números se cambian, suman, multiplican e invierten, y las palabras proféticas se baten como si se tratase de un scrabble para adictos al ritalin. ¿Cuántas veces ya se hubiese tenido que aniquilar la tierra según los intérpretes de Nostradamus? Llevan más de dos mil años reiterando que está a punto de volar en pedazos, y aquí seguimos, ¿y luego qué?

Así, como cualquier buen cibernauta, cinéfilo o televidente contemporáneo, el ensayista francés George Bataille también se dedicaba con regularidad a contemplar imágenes perturbadoras. Dentro de lo que para él era un método de exploración mística, una de sus imágenes predilectas era una fotografía que tomó en Pekín un paisano suyo, Louis Carpeaux, en 1905. La imagen muestra un joven chino siendo pública y metódicamente desmembrado. Contemplar esta foto suscita una voraz gama intermitente de reacciones; se transita del vértigo aberrante que surge al ver el cuerpo destazado manando sangre, a una confusa euforia empática, al mirar el rostro del condenado, mirando hacia el fulgor del sol con un semblante rebosante…extático.

Pero sobre todo, incita una reflexión sobre ese inevitable devenir que depara la existencia humana: habremos de rendir esta forma conocida a la danza de los elementos como ofrenda imprevista, para ser desintegrados y digeridos tras la desgarradora plenitud de nuestras vidas.

Al mirar las imágenes del reciente terremoto en Haití, me encontré, de pronto, recordando el devastador temblor que arrasó a la Ciudad de México la mañana del 19 de septiembre de 1985. Observo las nebulosas de polvo tornear sobre las ruinas amontonadas de lo que alguna vez fuese el Hotel Regis. Ante las fotografías de los edificios derrumbados, se acentúa una nitidez en cuanto a la naturaleza efímera de todo fenómeno. En tan sólo un par de minutos, elaboradas estructuras enteras, cuya planeación y construcción tomaron años y los esfuerzos de miles de personas, cayeron sin previo aviso alguno. 2 minutos.



Dentro del budismo tibetano hay una tradición de elaborar mándalas de arena como representación de la experiencia viviente del universo. Los monjes llegan a dedicar semanas enteras enunciando oraciones, colocando los granos de arena con tremenda delicadeza y precisión, trazando el detallado diagrama simbólico del cosmos/mente. Apenas está completo, se realizan las ceremonias y exhibición, entonces, en un gesto característico del mismísimo Sid Vicious lo destruyen, así sin más.


¿Cómo responder a tal transitoriedad?, ¿amontonado bienes y teorías, para intentar tapizar la incertidumbre de verdades?, ¿coleccionando explicaciones escatológicas y desabridas pastillas ansiolíticas, como si fueran estampitas del mundial, para así negar el No futuro? O quizás, permitiendo que la angustia se exprese como apertura, así asumiendo la muerte como tal, saboreando y compartiendo el dulce filo de la apreciación da la vida misma. El sencillo y ominoso hecho de que ahora mismo registramos una experiencia. La muerte no es la catástrofe: la muerte es un hecho. La catástrofe es la clausura de la apreciación de este breve lapso de gracia que el azaroso diferir de la muerte permite.

2 minutos.