miércoles, 9 de diciembre de 2009

Mexican Safari

Ahora, entre el aura del pepsi árbol, en proximidad al bicentenario, voy desarrollando un infranqueable interés por el llamado Síndrome de Estocolmo. ¿Acaso las celebrecaciones patrias no son festejar a los captores?

Este texto fue publicado el pasado septiembre en DEEP.

Hace unas semanas, cuando el transporte público era aún un deporte extremo de otra índole (sólo había que esquivar cabezazos y manoseadas, mas no una epidemia), viví un episodio peculiar en el metro. Era domingo por la noche, regresaba a casa acompañado de un buen amigo quien también es mi vecino. En una estación intermedia, en un soliloquio debrayado y un arrogante tambaleo, sube al vagón un personaje digno de un performance de Gómez Peña: un albañil chaparro, panzón y cincuentón, entallado en una playera del concierto de los Estounz (los Rollin, pa’ que me entiendan), en un estadazo más allá del bien y el mal.

Con los ojos en espiral y con ese fatigador exceso de ganas de contacto, característicos del trance etílico, su aliento a Don Pedro y caguama empieza a llenar el ambiente, infundiéndole de un cierto misticismo. ¡Es como para que le den chamba en el Cirque de Solei, el que siguiese de pie sin agarrarse de los tubos! Con su voz desajustada y pulsante, aludiendo a mí —por güero, evidentemente— con sus ademanes cósmicos, prosigue a declamar, como si frente a una hueste de seguidores, que los “pinches sudamericanos se vayan de México”.

“¡Esto es México!”, grita con febril ahínco, al borde de un quebranto emotivo casi enternecedor. Continúa, sacudiendo el cuerpo poseído, como si visualizando un estadio coreando en un especial de Televisa del mes patrio, “¡México!, ¡México!, ¡México!”. Así, continúa un rato, buscando el apoyo de su público (un par de señoras notablemente agotadas, a punto de agarrarlo a bolsazos si se les acerca). Me desafía con miradas densas, sus cánticos dolidos y una danza que parece sacada de un festival tradicional de chamanes Mongoles. El metro llega a mi estación, me levanto, le sonrío incómodo, y entre los inspirados balbuceos del mexicanísimo, bajo.

Camino a casa lo platico con mi amigo, entre carcajadas y lo que describiría como una cierta angustia. Esta incertidumbre, con el paso de los días se torna inevitablemente en reflexión: ¿Qué es eso de ser mexicano? ¿De qué se trata? ¿En qué se basa? ¿De no ser por los extranjeros para contrastarnos, hay mexicanidad? Digo, desde que tengo memoria, debo aceptar que sencillamente no entiendo el grito de la independencia o de qué va esa necedad de ponerle banderitas al coche. ¿Qué, no basta con el IVA, el ISR y el IEUTU?

Si bien cuando viví en los Estaizs (EUA), al ver que ponían banderas gringas en sus carros o patios me parecía de lo más terrorista, ¿porqué debería gustarme cuando se trata del Águila y la Serpiente en el Nopal? Esa manía por ver al presidente o el delegado municipal rebosante de cinismo y regordete orgullo, con una franja de mister México en el pecho, haciéndola de a líder del popolo, suene y suene una campana, me sigue pareciendo bastante bizarra. No es que sienta antipatía o molestia siquiera, sino que simplemente, y a pesar mío, nomás no entiendo de qué, si de algo, se trata.

¿Qué se supone me hace mexicano? ¿Dónde se ubica ese je ne se quois que me certifica como 100% Mexican?: el que con frecuencia digo “chinga tu madre” ó “cámara compa”; que a veces las telenovelas me recuerdan a la manera en que lidio con mis sentimientos, o el que, cuando fuera del país, me siento obligado a irle a la selección nacional, así como me siento obligado a defender el tequila o la tortilla o que Texas era parte del territorio nacional; o será que ser mexicano reside en la forzosa vergüenza que siento en algunas fiestas por no saberme ni una maldita canción de José Alfredo; será que fuera de territorio Telcel me identifican más con Ricky que con Cris Martín, ó porque he llegado a considerar que Timbiriche es kitsch; quizás ser mexicano reside en que he cantado el himno nacional con cara de santurrón, la mirada en alto y la mano en el pecho, ó que he leído a Paz, Monsiváis, Ríus y a Chespirito, así como he ingerido dosis nauseabundas de Lucerito y Luís Miguel. ¿Acaso eso de ser mexicano se dará porque trago carnitas como si fueran caramelos de piñata de posada y no me rajo con la salsita habanera, o tan sólo porque pago impuestos para una deuda externa desorbitante, sobrealimentando a una bola de funcionarios gandalletes e incapaces, o será simplemente porque conseguir una visa gabacha es un reverendo desmadre?

En fin, no lo sé, pero recordando con cariño al herido performancero gratuito y confrontativo de aquel domingo, concluiré lo siguiente: México es un concepto brutal, insidiosa e irónicamente venerado más por quien más jodido está por este concepto; y, que ser mexicano suele ser poco más que un motivo aguado para alucinar sudamericanos por doquier, odiar y adorar simultáneamente a los europeos y venerar todo lo que digan las televisoras nacionales —sobre todo si lo dicen con edecanes rubias. Ser mexicano no es en general más que una excusa mal librada para destruir familias un domingo por la noche (¿Te imaginas lo que fue recibir en casa al prepotente e impotente bailarín nacionalista?). Debo agregar que todavía resiento dicho encuentro, por una razón en especial: por haberme recordado lo lejos que estoy de conocer Sudamérica algún día pronto.




viernes, 20 de noviembre de 2009

Presentación Inmanencia Viral



Este Jueves 26 de Noviembre a las 19hs,

se presenta mi libro de ensayos, Inmanencia Viral, en el Museo del Estanquillo.



Isabél La Católica no. 26, col. Centro Histórico.


Presentan: Ilán Semo y Hector Villarreal.



Allá nos vemos...




miércoles, 4 de noviembre de 2009

Es un decir

Aquí van unas breves reflexiones sobre los usos del lenguaje escritas en épocas de las pasadas elecciones locales. Agregaría sólo lo siguiente: creo que debería instituirse el uso de la banda en la cabeza à la Juanito para todos los políticos, para explicitar la manera en que se han confundido con el símbolo; han llegado al convencimiento de que en efecto son sus nombres.



1. ¿Porqué es considerada una grave ofensa llamar a alguien un inútil? ¿Por qué motivo nos indigna e insulta que nos digan así? ¿Qué acaso la inutilidad no suele ser una de nuestras metas máximas, vis a vis unas vacaciones? ¿Apoco no es para poder, por fin, ser inútiles, que somos tan afanosamente útiles? El ser inútil es un estado de soberanía, donde hemos dejado de ser objetos, utensilios disociados del reino del presente, meras funciones a futuro. Ser inútil significa que no somos un medio para un fin, sino el fin mismo. Al ser útiles, somos utilizados. Sin embargo, cuando alguien nos llama inútil, en vez de considerarlo como un halago insuperable a la soberanía que nos constituye, tendemos a pensar en la incapacidad para cumplir con objetivos y propósitos básicos de supervivencia. Pinche inútil.

2. ¿Qué decir sobre la concepción del tiempo que habitamos—y, por ende, nos habita? Dentro del espectáculo de la utilidad, solemos, como parte del interminable show neurótico-obsesivo de meta tras meta tras meta, vivir el tiempo como si fuese una mercancía, un objeto, un recurso agotable. Otra pieza de nuestra colección de acumulables. La clave más obvia de esta noción la vemos claramente en una frase, ya entrañable al horror del llamado sentido común, como es: el tiempo es dinero. “Es un decir”, dirán, y sí, vaya que lo es, uno por el cual estructuramos nuestra vivencia del espacio y con ello nuestras actividades. Es una creencia con la que acabamos padeciendo declaraciones tales como: No me hagas perder el tiempo, el tiempo es oro, ándele que se nos acaba el tiempo, le he invertido muchas horas a este proyecto, he desperdiciado mi valiosísimo tiempo, no tengo tiempo, tanto tiempo sin vernos.



3. Una escena recurrente en una ciudad como el DF: un ejecutivo y un taquero tienen un breve encuentro:

-Buenos días, ¿qué tal?

-Bien jefe, ya sabe, dándole, ¿qué otra?

-Sí, ca’ón, ni hablar. Jajaja.

-Jejeje.

Habrá que recalcar de entrada el uso fático del lenguaje, por medio del cual se mantiene una especie de contacto y se asegura un nivel de confort. Pero notemos también el juego de máscaras. La que se pone el taquero para el banquero: de chambeador, cordial y templado, más allá de cualquier resentimiento; y la que se pone el banquero para el taquero, de comprensivo, emprendedor, libre de angustia y en el fondo, aún barrio. ¿Quién habló con quién?

Sería indispensable un análisis de los usos de la palabra “joven”. ¿Por qué cuando el tipo del valet bien podría ser abuelo (y quizás hasta lo sea) del galante chaval del Audi del año, responde—con disimulada atención/indolencia—al llamado de “joven”? ¿Qué no es así como se trataba a los esclavos afroamericanos en los EUA: “boy”? Infantilizando. ¿Será siquiera más sincero a que, como exhibiendo cierta ironía, se le llame “jefe”?

En fin, creo que considerar y analizar este tipo de situaciones podría propiciar una mejora en el cine mexicano. Ya que de donde más adolece el cine mexica es de sus diálogos. Nadie habla así. Y cómo no iba a ser el caso, si en general se construyen personajes romantizados desde la alienación de esos diálogos de máscara mutua, y estilizados para complacer a un supuesto espectador, también idealizado desde la máscara mutua, con un par de risas enlatadas y agüebo.

4. ¿Alguien recuerda 1984, de George Orwell? Las premisas iniciales, bajo las cuales operaba la lógica del Big Brother eran: la esclavitud es libertad, la guerra es paz…¿Y qué me dicen del ministerio de Newspeak, donde reducían cada vez más el lenguaje a unas cuantas y selectas palabras, como para impedir que se pudiesen expresar claramente ciertas ideas? Ahora cada que prendo el radio encuentro mi espacio plagado de los deplorables y brutales anuncios de los partidos políticos—que nos cuestan una fortuna über-obscena a los paga tributos—.

Igual me encuentro con los espectaculares y volantes con los que atiborran la entrada del edificio donde habito. Pequeñas frases y traqueteos retóricos por los cuales hasta los sofistas más cínicos sentirían admiración y desprecio intermitentes. Un par de frases chaqueteras, bajo el rubro de que serán de impacto, pura publicidad sin siquiera el remanente de un producto. Veo tipos con corbatas amarillas, piochitas y aretes en el oído que osan clamar “soy open-mind”, soy flexible, novedad; niños con caras de bastardos dentones profesando devoción al partido oficial por esas magras becas (que les enseñan a sonreir al decir “mande”); escucho mujeres entredecir que ya no viven pasión alguna por sus maridos desempleados y que AMLO puede regresarles la virilidad/capital—como una suerte de viagra ideológica—; la nueva propuesta de Pena de Muerte con su hotline para mensajes de celular del Verde ecofascista; o el partido dictadura de a setenta años clamando su derecho a la impunidad e indiferencia con su rotundo “no caemos en provocaciones” (¿no sería mejor callar, entonces?).

Y lo que acalambra es que lo hacen sin siquiera el más mínimo sentido de ironía: cual psicóticos, lo presentan como totalmente literal—carentes hasta de un sesgo de humor. Bien, pues ya no los interpretemos: tomémoslo al pie de la letra…

Ni hablar.

sábado, 10 de octubre de 2009

Inmanencia Viral

Adelanto la reciente publicación de mi libro de ensayos por parte de Tierra Adentro. Mucho del material lo encuentran en este blog y disperso en distintas publicaciones. Espero sus comentarios torno al texto sobre Britney Spears... La portada es de Raul Góngora, abajo podrán leer la reseña de la contraportada. De nuevo gracias a todos ustedes por instigar estos textos.

Estén al tanto de las presentaciones...




El mundo cotidiano y la realidad circundante son vistos al desnudo y sin tapujos en los once ensayos que componen Inmanencia viral. ¿Cómo no asombrarse ante el encuentro con mujeres robóticas, el salto a las profundidades del mundo de la pornografía, las genuinas imbricaciones teóricas que recurren a la cosmovisión budista para asomarse al fenómeno Britney Spears, y la novedosa analogía entre la psique humana y el binomio Pinky y Cerebro? La realidad virtual, los mass media, el punk, y muchos otros tópicos del esparcimiento posmodernista son abordados por el autor desde su experiencia directa como usuario y consumidor, pero también como un prófugo de la cultura trash.

http://www.conaculta.gob.mx/tierra/fondo.htm

http://www.conaculta.gob.mx/tierra/images_cont/publicaciones/351_400/publicaciones_388.htm

jueves, 17 de septiembre de 2009

ego

un poema contemplativo sobre el proceso de identificación con los movimientos de la mente...y no su naturaleza... sobre el continuo adormecimiento ante el autoengaño...


ego:
bastardo hambriento
sediento
de venganza
para saldar la deuda
del excedente del cuento
que se cuenta sólo
sobre el cuento
que se cuenta
solo

ego:
cuando te miras
mirarte
en la pantalla de
seguridad
del 7-11

ego:
un chisme
que se propaga
repitiéndose
en constante
campaña

ego:
exige
rconocimiento
exige
ser
tomado
en serio
en serie

ego:
impetuosa fragilidad
comunicación fallida

Insistente

...indicador
de alternativa...

lunes, 17 de agosto de 2009

La fantasía de la ciencia: o cómo gozar en forma

Texto publicado en Picnic hace unos meses... Una refrescante mentada a las cantaletas de los supuestos saberes en boga...


A mí se me hizo un poco menos difícil emputecer
cuando llegué a la sabia conclusión de que mis mariditos
no lo estaban haciendo conmigo, sino con su dinero.
Yo era, otra vez, una simple intermediaria.
Xavier Velasco, Diablo Guardián



En tanto formas de entretenimiento pachecas-forever, las teorías de conspiración funcionan. Cumplen con una tarea medular, dentro de dicho ámbito. Son como una consola para modular las paranoias ocasionadas por las ambivalencias de la vida cotidiana. Unos goggles de distorsión para modificar la percepción del entorno asegurando los niveles de confort del egocentrismo. Como unos visores bio-digitales de una versión tardía de Intelevision que nunca lanzaron al mercado debido a “posibles efectos secundarios”—lo cual no quiere decir que no continuaran haciendo pruebas en los laboratorios del CISEN. Las teorías de conspiración son como un aparato para aliviar el peso bruto de la incertidumbre; un cemento hiper-chemo para rellenar con certezas cualquier hueco existencial. Te dejan el cerebro todo amarillo y pegosteoso. Así todo cuaja.

No es que dude de la existencia del mal, o de las intenciones de cuanto ojete anda suelto. Lo que pasa es que no creo que joyitas como Dick Cheney, Salinas, Los Reptilianos o la Tigresa, cuenten con la capacidad de comunicación como para establecer acuerdos secretos fundamentalmente tan bien organizados. Parte de la genialidad de la reciente Quémese después de leerse de los hermanos Coen, reside justamente en que la paranoia no encuentra en qué basarse: no hay un gran Otro manipulando las situaciones; ni los rusos, ni la CIA, sino tan sólo una enmarañada serie de confusiones y trivialidades. Sobran quienes prefieren ahuyentar las responsabilidades personales culpando a los Iluminati o a los aliens de todo cuanto está jodido—cualquier cosa menos considerarse ordinarios y errantes. Pero más aún, dudo de que haya algo oculto, un mítico detrás del detrás de las cámaras, como el hilo negro (transparente) que sostiene el sentido de nuestra estructura socio-económica. Pienso más bien, que, citando a los Expedientes Secretos X: la verdad está afuera.

Puede que las noticias en apariencia más nimias o lúdicas, resulten ser, a pesar de la paradoja, la información más esencial sobre el estado del mundo—sobre el estado de la realidad. Los datos más triviales, aquellos que por su proximidad a la vida diaria, por la insignificancia o intimidad que leemos en ellos, pasamos por alto y no analizamos con discernimiento, puede que sean los más apremiantes. Es posible que ahí, en toda esa información que obviamos, se encuentren claves sobre nuestra constitución como sujetos. Puede resultar más influyente sobre nuestra psique una revista que hojeamos en la sala de espera del dentista, que esa enciclopedia de pensamiento político que estudiamos con rigor para nuestra tesis, o la Biblia.


Los cuestionarios, tests, tips, los comerciales para medicamentos para el insomnio o la impotencia, los promos de brujas que venden amarres y hechizos de amor, los hotlines psíquicos, la estética de los infomerciales, los avisos de autos usados, de masajes y de escuelas de belleza, las recetas y las ofertas de empleos de telemarketing, etc. puede que estos sean los puntos más críticos a tratar en una lectura de nuestra subjetividad en los medios contemporáneos. Estos sitios de transferencia de información están plagados de cosas que asumimos por completo, sin reservas. Develan tantas de las creencias y convicciones que nos constituyen. Creencias invisibles para nosotros, precisamente porque las creemos. Se han vuelto un lugar común: sentido común. Por ello rara vez miramos con extrañamiento o curiosidad esas zonas de producción cultural, sitios de producción de subjetividad encubiertos por su obviedad.

Dentro de este rubro, hay un tipo de producto peculiar: los estudios. A cada rato nos andan compartiendo generosamente los resultados de todo un popurrí de encuestas e investigaciones—como si les hubiésemos preguntado. Hace poco, un amigo—quien sabe de mi interés por buscar sectas en internet en mi tiempo libre—me envió un texto que se topó en un periódico inglés enlinea.[i] No aludo a este artículo porque sea raro o explaye alguna característica de vanguardia, de hecho es de lo más recurrente y sintomático. Imprimen estudios del tipo a cada rato, en cualquier tipo de publicación—compulsivamente.

“Porqué las mujeres tienen mejor sexo con hombres más afluentes” se titula el innovador artículo. Ni siquiera preguntan, sino que de entrada lo postulan como un hecho y prosiguen meramente a explicarlo. Respaldado por el discurso las nuevas ciencias (sofismos desenfrenados), como son la psicología evolutiva y la sociobiología, explica que debido a la programación genética, la mujer padece orgasmos más potentes con hombres que le propicien la seguridad de una cueva para proteger a sus futuras crías. Cosa que hoy en día es equivalente a una cuenta bancaria hinchada. Es decir que aún no se les ocurre que hay en la sexualidad humana algo más que la reproducción; el orgasmo femenino, así como el clítoris, siendo fenómenos radicalmente excedentes, sobrantes para la reproducción de la especie.


Con ingeniosas frasesitas piteras como “lo que importa es el tamaño de la cartera”, continúa dando cátedra de esta sexualidad cuantificada, relegada a experimentarse como un concurso lleno de cuadrículas, doctores y termómetros. La ciencia—al igual que el porno— hay que decirlo, ha intentado redundantemente, y con singular ahínco, dar un recuento oficial del orgasmo femenino. Y en este aparatoso gesto, en apariencia tan trivial, se exhibe la fantasía básica de la ciencia: vivir en tercera persona lo que sólo ocurre en primera persona. En este afán por comprobar, verificar, repetir, calcular y predecir todo, la ciencia ha terminado por atiborrar la sexualidad humana de normas. Un código que si en facha más laxo que aquel de la Iglesia, es mucho más insidioso, impositivo y totalitario, ya que pretende provenir de una imparcialidad total.

Ahora resulta que todas las mujeres (de menos ya incluyen a sus mamás y hermanas) son putas por naturaleza, incapaces de gestar deseos—deseos propios, deseos imposibles de entender o explicar. Así, estamos obligados a gozar debidamente: mucho, mucho pero no demasiado, en forma, como el ingeniero manda. Como si la sexualidad humana, el erotismo, la vida libidinal del sujeto, se tratara de un aparato electrodoméstico: presione aquí periódicamente durante un minuto, gire tres veces a la izquierda y listo. Menuda disociación. Ofrecen una versión cuantificada de la sexualidad, con medidas de tiempo y el dictamen de lo sano reverberando sin parar. Sexualidad perfomance.

Más trágicamente irrisorio aún, es que todo lo indecible e inconmensurable de la sexualidad humana, por angustia, lo intentan resolver—como si de entrada fuera un problema—ahora con un fajo de billetes. Ni así se les ocurre cuestionar qué tan enredada está la ciencia con las estructuras de poder de un determinado periodo sociohistórico, con el sistema político y económico en boga. Víctimas de un delirio de objetividad, y en efecto, así miran todo (y a todos): como un objeto aislado. Creen poder explicar algo en lo cual uno no se puede más que implicar. Es como preguntarle al gandalla de los dientes de oro al que le vas a comprar un Tsuru usado en una bodega en la Buenos Aires, “¿Qué tal jala?”, y creer que responde desinteresadamente. Le crees porque le quieres creer. Te dieron tautología por aporía.

Es quizás hasta para enternecerse, la manera en que, a pesar de tanta ventaja que procuran estos millonarios, y de cómo basan su atractivo en esa relativa ventaja, siguen atormentados sobre el orgasmo femenino, siguen buscando confirmación. Habrá que darles lo que tanto quieren: una instrucción. Aquí va: dejen de estar examinando a la dama y procuren cultivar eso que les rebasa (y angustia), que bien podríamos llamar amor. Ya que justo ahí, en esa tremenda vulnerabilidad donde la implicación es infranqueable, ahí florece la distinción entre saber y sabiduría…ahí se expande la atención.

En fin, para teorías de conspiración nada como el orgasmo femenino y el capital. Pero para acabar pronto con el tema: ¿no han oído hablar del lechero?

[i] http://www.timesonline.co.uk/tol/news/uk/article5536873.ece






martes, 28 de julio de 2009

dialéctica

Este es un poema de hace unos años... algo dramático inspirado en Hegel y el sadomasoquismo... para variar...

seguro
sólo
solo
y seguro
y solo
seguro sólo
fue el reflejo
reflector. proyector.
pero juro que pasé horas
exigiendo
con fe idiota
con absorción ferviente
sintonizando
al avatar pantalla
entonando plegarias
pidiendo
que de los templos de su líneas de colores
y su luminosa estrategia,
que de sus altares espectrales
mande signos, señales
por los cables de espejos derretidos
y que con su espectacular letanía monológica
le diera significado
a estos ojos
pero sólo se repitió
a estos ojos
ahora rojos
nausea. suaves. borrosos.

sí, el tiempo se burla
de todos quienes pretendemos burlarnos de él. se burla.
pero juro que pasé horas
quieto.
tratando de descifrar el graffiti
que mi mente que no es mía
es tuya y te es ajena
redactó sobre mis órganos
tatuados. efervescentes.

quizás debí olvidarme de esto
y pasear
declarándole mi amor eterno luto a lo inevitable
pero cada paso
llevaba rumbo
a algún sitio
y esto marcaba
una situación
un sitio

sentido
Quizás la reflexión
Quizás la reflexión

pero
seguro sólo
fue el reflejo
frío de lentes de sol plateados cromados
y todas esas personas contentas
en un circuito cerrado
círculo apatía

seguro sólo
fue un reflejo
refractado en espera de más voces

un reflejo

y no, no he podido
romper estas cadenas,
o traspasar el cuero con los dientes
y he tratado. y he tratado.
pero no he logrado
convencerte con los ojos.

y no sé si la máscara es tu cara
o si tu cara es la máscara. seguro
está escrito
en lo que espera de mí. pero se simulan una a la otra
se adoran una a la otra
con indiferencia.

pero nada. no he podido
deslizar las muñecas por los aros de las esposas
o desenredar las oblicuas cuerdas
que atan mis pies a tu cama.

y quizás hoy
no pueda
más
no pueda más que reírme
de esta persistente insistencia en creer
que es “yo”
quien interpreta
cada latigazo
que cae
golpeando
esta piel
expuesta
sin nombre

¡Sssslllaaaaappttckkkrrakkkapll!

jueves, 18 de junio de 2009

Nostalgia por el nunca fue: porno vs. lo imposible

Texto sobre el porno, escrito hace un par de años... próximo a aparecer en mi libro, Inmanencia Viral, y en Fractal...



…reconocerse a uno mismo como completamente implicado en el mundo, nos libera de la necesidad de enraizar nuestra política en la identificación, los partidos de vanguardia, la pureza o la maternidad.

Donna Haraway, Manifiesto Cyborg

Al recorrer cualquier tianguis, estación de metro o esquina urbana, una y otra vez nos topamos con puestos de lona roja de películas piratas. Unas clonadas y otras recién “filmadas” en vivo y en directo desde la sala de algún cine local, con efectos de cámara digital de mano y todo, bien realista. Y entre esa abrumadora congestión del llamado séptimo arte, entre los oleajes de ese mar de tramas y traumas, algo nos hace voltear, a mirar de nuevo o hacia otro lado, pero nos mueve.

La producción de películas porno supera la del cine de cualquier otro género, con ganancias anuales que rebasan aquellas del resto del mundo del entretenimiento, incluyendo las de todos los deportes. Observamos a tantas personas entrar a los puestos y seleccionar con aires de atención y prisa —portando el bien ensayado gesto de indiferencia en el semblante— la porno que consumirán llegando de la chamba; así es posible encontrarnos ante las numerosas portadas, escogiendo las imágenes que ingeriremos. Grandes producciones con actrices afamadas en el medio, colecciones amateur y hasta filmaciones clandestinas de lo que ocurre en las habitaciones de frecuentados moteles u hoteles de la gran Tenochtitlán (por si alguien tenía dudas acerca de qué y cómo lo hacen los otros en nuestra bella ciudad). En secciones temáticas nos hallamos perplejos mirando como una mujer es bañada por el semen de un burro al que acaba de hacer una felación o vemos a tres mujeres con penes, vestidas de látex, en mesas de quirófano; jóvenes, abuelitas, gay adolescente enfocado en los piercings, sexo lésbico arabesco, bondage, transexuales con fetiche de navajas, sexo interracial anal, enanos con secretarias, necrofilia, bukake, gang-bang, squirting casero, máquinas y juguetes, sadomasoquismo y disciplina, hentai, violaciones, orina y heces, voyerista de supermercado. El que busca encuentra; es decir, se le encuentra.

Creer que contamos con alguna especie de inmunidad ante estas imágenes, como si hubiera un sitio afuera, impermeable por las imágenes que constituyen la textura de las fantasías que nos rodean y habitan, es un delirio. No es que las secuencias que miramos se conviertan en actos —el pasaje al acto no es una premisa necesaria al hablar del consumo de imágenes—, pero tampoco podemos considerar el acto de mirar como algo pasivo en sí. Nos implica. Afanarse a la convicción de que se es escéptico, de que poseemos una especie de pureza crítica, es una ingenuidad brutalmente peligrosa. Es la fórmula infalible para no darnos cuenta de que no nos damos cuenta.

Se desencadenan fantasías y se introyectan otras tantas. Las secuencias fueron filmadas con una mirada en mente; por lo tanto, nuestra mirada es parte intrínseca de la escena que mira(mos). Indivisibles, entrañables. Creer que somos suspicaces no afecta lo vulnerables que somos, sólo hace de ello un punto ciego. No basta con no mirar las películas, aun así somos vistos por otros, de acuerdo con el sentido que éstas proponen. Censurarlas no cancela las formas de erotizar que en ellas se (re)presentan o se simulan. Interpelación. Es por medio de estas visiones que podemos quizás analizar y deconstruir las narrativas del deseo que moldean las manifestaciones y texturas de nuestros deseos. Lo que deseamos —o creemos que deseamos— y lo que rechazamos son axiomas básicos que entretejen la identidad que asumimos y desde la cual interpretamos y actuamos. Ni más ni menos. Ahí estamos. El porno es estética, política y ética. La teoría disfrazada de lubricantes. No podemos aislarnos, vivir de manera absoluta, independiente. No somos permanentes, somos permeabilidad.

Ya que el porno es un género tan difícil de definir con claridad y certeza, reconocerle a menudo no tiene otro eje de dilucidación que las reacciones corporales que incita en el espectador. ¿Dónde estamos si nuestros cuerpos se ven manoseados por las imágenes? ¿Fuera o dentro de la pantalla? El género de producción más prolífica, que involucra cómo nos miramos y qué queremos unos de/con otros diariamente, merece que lo contemplemos con atención; que lo despojemos de la capa de tabú, transgresión y enigma que lo protege de la reflexión. Apreciar su relación con nuestra subjetividad. No hay donde mirar que no esté ahí, pulsando. A pesar de la inversión que hemos hecho en la fascinación, podemos aspirar a una creación subjetiva que no esté obligada a la mediación de estos modelos de sentido.

La demanda

…quien dice “¡No mientas!” tiene que decir antes “¡Responde!” […]. Entre el que da órdenes y el que tiene que obedecerlas no hay una desigualdad tan radical como entre quien tiene derecho a exigir una respuesta y quien tiene la obligación de responder.

Milan Kundera, La inmortalidad

Recuerdo que tenía una cámara de video que se podía conectar directamente al televisor para ver lo que había filmado. Inclusive contaba con la opción de grabar mientras la cámara seguía conectada, y así podía ver en la pantalla lo que pasaba por el ojo de ésta. Claro, lo grabado se reducía a lo que ocurría en la habitación, pero había un efecto cuya invitación a la absorción y el asombro excedía la de cualquier representación. Si se volteaba la cámara para que mirara directamente a la pantalla, no se veía una toma del televisor; lo que aparecía era una especie de túnel de tonos claros cuya velocidad variaba según el ángulo de la cámara. Era como si la cámara, al intentar mirar su propia mirada, terminara en un diferir de sí misma sin fin.


La conciencia —por así llamarla— o el registro de la experiencia como tal, muestra este mismo efecto: para ser consciente de algo, debo ser consciente de que soy consciente de ello, y a su vez, consciente de que soy consciente de que soy consciente…No es algo que uno se proponga, sino que este continuo suspender, postergar y reflejar es parte de la estructura de nuestras experiencias.

Además del aplazar que genera la cámara frente a la pantalla o el registro de la experiencia, el deseo —por así llamarlo…— muestra esta continua elusividad ante la localización, este escurrirse a cualquier principio, marca o fin. Inasible y aparente. El deseo evade la significación (inclusive ésta); se mueve entre las irreparables brechas de nuestra experiencia; siempre ya aparente, siempre ya inaprensible.


Un orgasmo se vive únicamente en primera persona; y lo que es más, aun en primera persona sus cualidades expresan un vertiginoso despliegue de tonos y texturas ominosas: no es localizable ni en el espacio ni el tiempo. Sin embargo, la cámara osa asirle—y con premura. Y por supuesto, lo intenta.

Linda Williams, en su eminente obra Hard Core. Power, Pleasure and the “Frenzy of the Visible” (Hard Core. Poder, placer y el “frenesí de lo visible”), analiza las tramas a las que el género pornográfico recurre para hacer visible lo imposible. Detrás de esta fijación por la visibilidad opera el ansia de poder en su necesidad de hacer de todo algo cuantificable—un saber. Nada debe escapársele; todo debe responder, ser predecible, localizable, estar bajo control. Incluso, perder ese control que nunca se tuvo tiene que estar bajo control. Sin embargo, cuando se trata de la sexualidad humana, algo se escapa… siempre.


El orgasmo femenino —por así invocarlo— es intocable por la cámara en su intento de trazar una scientia sexualis. Busca una confesión absoluta del cuerpo en sus convulsiones involuntarias, para así saber que, en efecto, ha ocurrido algo. Algo real. De igual forma, si ocurre algo “involuntario” se sugiere que todo lo que le precede y sigue emerge de una “voluntad” concreta, singular y final. Se recurre una y otra vez a la imagen del pene en eyaculación. Así, con los espasmos y la externalización de lo interno (el semen), la promesa es hacer explícito lo implícito y por ello hay una intimidad alusiva a algo demostrable, algo neto.[1]


Quizás por el afán de este “frenesí de lo visible”, en el imaginario cinematográfico de la cultura popular Deep Throat (Damiano, 1972) comienza a trasladar el placer femenino al rostro por medio de la oralidad. Ya que ésta es más expresiva, se pretende significar así el placer femenino. Cuando un pene eyacula en la pantalla, usualmente sobre el rostro de una mujer que actúa extasiada al recibir el líquido ajeno en sus pestañas cargadas de rímel, comprendemos que hemos visto una porno y que ha concluido. Podemos estar satisfechos: ese algo ha pasado, y ahí estuvimos nosotros como un alguien.


Aunque ahora hay otros intentos de representar el orgasmo de la mujer (como las eyaculaciones vaginales, squirting, e inclusive por medio de historietas en las que se traza el interior de la vagina con corrientes eléctricas), lo cierto es que el placer, aun el del hombre, escapa la representación. Lo que vemos es un órgano cumpliendo una función corporal, mas no el goce, ya que éste ocurre siempre en primera persona, en un diferir de sí continuo y constante. No hay acceso al goce del otro. Sin embargo, en la evolución de las tramas del porno, engañar a la mujer se ha vuelto con el tiempo una premisa más, necesaria para significar el placer: debe mostrarse que se le paga menos de lo acordado, que se le hace algo que no esperaba, que es aventada por la borda de un barco o que se le niega algo prometido, como una green card [2] Así también, por medio del dolor y la decepción, se pretende vislumbrar y verificar.


Esto es equivalente al fetiche con el realismo. Ya sea con webcams o cámaras digitales, este efecto realidad —un video casero o uno filmado sin el consentimiento ajeno, de preferencia a través de la lente de un teléfono celular, con el efecto chafita que es equiparable a realidad— se vuelve una fascinación imperante. [3] Por ejemplo, en los sitios web en los que se presentan videos de mujeres orinando en baños públicos, ya se ha vuelto un sello grabar a la “protagonista” en sus “actividades diarias”, para así poder decir: “Lo ven: es real, es una persona real, realmente la has visto realmente orinar”. La realidad es un efecto; uno que hechiza, ya que parece ofrecer una verdad que nos desobliga de toda responsabilidad—un punto de referencia total desde el cual se puede catalogar lo que sea con certeza absoluta.


Hace poco, navegando las interfases de la ociosidad y la antropología, me crucé con un sitio en el cual, por medio de una especie de estetoscopio/consolador, se mira dentro del cuerpo de una mujer. Este artefacto falico-transparente se introduce y abre la vagina, como si de un examen ginecológico se tratara (y ¿acaso no?). La intención: ver algo que se dice “perder” en la primera penetración vaginal de toda mujer: la virginidad. La insaciable insistencia por localizar un origen—una pureza, un límite que trasgredir. [4]


¿Qué mayor nostalgia que la que produce esto? El himen de cerca, en pantalla. Una membrana cuyo significado se equipara con la pureza, la autenticidad—lo infalsificable: Ahora lo ves, ahora no. “Algo realmente real ha sucedido; lo puedes verificar” “Ha desaparecido…, ¿ves?”. En esta trama se dibuja un tránsito nostálgico al pasado del porno. También en el impulso retro tendemos a buscar un génesis, ese algo verificable. En las stag films, esas primeras filmaciones producidas para ser vistas usualmente por grupos de hombres en fraternidades universitarias, las imágenes solían basarse en la exploración del cuerpo de una mujer, como si se jugara al doctor. La secuencia generalmente culminaba con acercamientos borrosos a la desconocida oscuridad entre la labia abierta.


En filmaciones porno de principios del siglo xx hay un elemento recurrente que ahora se ha difuminado en la obsesión con el realismo: el sentido lúdico. Es posible encontrar parejas riendo, jugando; parece que se divierten, y el final del intercambio suele marcarse con un abrazo. Actualmente el aura de la escena es mistificada, y la humillación light desfila como la manifestación necesaria para cerciorarse de que una voluntad ha sido violada por el apetito de otro. El movimiento que aquí se suscita es casi irónico; primero se busca una seguridad ontológica para después de-mostrar que ésta es permeable; es decir, que no es una base sólida, que se puede fracturar.

Así, la narrativa no ha cambiado mucho desde los años setenta (década en la que el porno llega a la pantalla grande, cuando los cines porno aún eran concurridos). La trama común era el problema del placer, generalmente puesto en marcha y simbolizado por una mujer que no encuentra lo que le sería suficiente para marcar/verificar su goce. La tendencia retro la vemos también en los videos amateur, que al igual que el porno setentero muestran a personas con vello y cuerpos no atléticos en actos sexuales, sólo que en ausencia de la genial música funk de las producciones de antaño. Ahora mirar cuerpos no-ideales es también un ideal, como quien adquiere las grabaciones de lo que acontece en los moteles de su ciudad, para así observar los actos de sus conciudadanos, de sus vecinos. Pero en los setenta uno, por lo menos, se sabía pervertido porque acudía al tan señalado cine porno. Aún existía el plus de esa confrontación personal con alguien más, aún había que acudir a un espacio público para mirar imágenes porno en movimiento.


En los ochenta surge el video casero (las afamadas cintas Beta) y las primeras mujeres que dirigen porno. Las tramas se modifican con los avances tecnológicos; el acceso cambia. Las parejas podían rentar y ver videos juntos, en casa. Comienza así un desplazamiento de las grandes narrativas y producciones a las subcategorías, hacia lo específico. La identidad resurge como parte de la premisa de las fantasías, como su reflejo. Muestra clara del capitalismo tardío, el yo se define por sus preferencias de consumo. La pregunta central de la trama vira hacia un “¿Y tú a qué le entras?”. Ahí encontramos la nostalgia por una seguridad ontológica imposible, que osa trazar su eje en la peculiaridad de sus gustos—la obsesión, la fijación.


En seguida llegan las cámaras y los efectos digitales, los dvd, la microtecnología, la televisión de paga, la Red, la piratería. Es abismal; no nos damos abasto para cerciorarnos de que hemos visto algo obsceno. Vértigo. Las funciones digitales permiten enfocarse con singular precisión en imágenes y secuencias hiperespecíficas; no por ello nos salimos de lo sistémico, ya que incluso lo peculiar y eventual está catalogado. Nada es suficiente: lo grotesco, la violencia, la privacidad ajena, los géneros más bizarros y particulares, la inocencia (perdiéndose), los efectos especiales, ni siquiera los retro o chafita. Es como si se disecara un cuerpo y se cortara en pedacitos hasta que ya no quedaran indicios de aquello que incitó la búsqueda: la pregunta, el sujeto, el objeto. Prórroga.


Con la distancia del monitor y el supuesto anonimato de la red de por medio, la fantasía de un panóptico voyeur aparece como un ideal onanista total. Pero este efecto panóptico es aparente en su lectura literal: somos el punto ciego. [5] Se torna casi creíble que esta distancia existe, que prevalece la posibilidad de ser inmune al discurso. Presa fácil. La fascinación obvia la producción; nos toma por sorpresa. Las imágenes se asumen como ideales afectivos, como las profundas verdades de un instinto natural y genuino, clics predecibles, como un mapa de reacciones calculadas. ¿Visa o American Express?


El porno, con todo su halo de trasgresión y aventura en lo prohibido, suele ser una manifestación normativa más, que define con narrativas tautológicas aquello que reta y evade a la definición misma. Aporía/deseo. Raya en lo que la pretensión de trasgresión tiende: una exigencia de que se desnude por completo la Ley, para poder saber de qué se trata todo. Por ello, se deja de crear subjetividad y meramente se juega a intentar burlar la ley: el confort. [6] La mirada se voltea al pasado para ver si quizás ahí se encuentra lo que es la sexualidad humana. Empirismo por empatía. [7] Fantasía de control, angustia ante lo desconocido, pánico a la muerte, la narrativa de un moralismo rampante. Así es: el porno es moralista.


La primera imagen que sugerí al inicio de este segmento —el túnel de luminosidades aplazadas que aparece al virar la cámara hacia la pantalla para intentar registrar su mirada— es la única imagen explícita. En ella al menos se hace aparente que lo que ocurre es un continuo y luminoso diferir. ¿Sería esto cuatro X?

Intimidad

Orgasmo es el vórtice de la risa generalizada de los cuerpos.

Alphonso Lingis, Trust

En la introducción de Crítica de la razón cínica, Peter Sloterdijk propone que la filosofía ha sido tomada cautiva por las estrategias del poder, tornando en un artilugio más de la ecuación que indica que el saber es poder. La filosofía comienza por el amor y se dirige a la sinceridad. No se llega a un conocimiento, sino a una epifanía cuyo eje es el amor en su diario vivir. No es un arma del sujeto en una campal de ajedrez; es el sujeto mismo quien muta para poder tocar y expresar su verdad.


La pornografía está llena de afectos, los desplanta y presenta ante el observador, cuyo cuerpo reacciona. La invitación está hecha, y los flujos incitan a imaginarnos ahí, así. Se instigan fantasmas que se desatan, e inundados por las particularidades de nuestras fantasías se desencadenan recurrencias. Eso es todo, lo mismo que sucede cuando una palabra o un gesto provocan asociaciones. Estas asociaciones no son gratuitas ni inocentes; llevan las marcas precisas del poder político, del orden establecido, de sus tramas y de su preservación en la identidad y la creencia. En nuestros actos y fantasías sexuales se develan las narrativas que nos habitan… y acosan.


Un objeto en una vitrina del museo, no un ritual dinámico; como una pieza arqueológica que para cuando la vemos ya nada tiene que ver con su simbolismo original, ya que ahora es una pieza arqueológica. Aquello con lo que “empatizamos” es una actuación, un trabajo—algo útil, un producto educativo. El dinero mediando el simulacro de permisividad. A veces hermoso y monstruoso, divertido y extraño, a ratos aburrido y espeluznante: una imagen más. La desnudez un disfraz. Maniobra apócrifa de intimidad panóptica seudovoyeur. Es quizás el fingir lo que estimula al espectador: “Fingen para mí; para mi mirada; por ello, tengo poder… adquisitivo…existo”. La puesta en escena no es obra de la mirada, sino que es la mirada la que es objeto de modificaciones teledirigidas. La distancia es total en su nulidad (amén de fantasías desatadas; eso es y nada más: porno: moneda).


Hoy en día vivimos bajo el peso de la obligación de un goce normativizado. Sus formas y cualidades están ya designadas y calculadas por la mirada médica, aquella mirada que promete disociar al observador de lo observado. Sin embargo, justo en lo erótico, algo nos rebasa. En el goce mismo no hay acceso al otro, a su goce, ya que se vive en primera persona. Esta obligación es el rostro neoliberal de una ansiedad ante la diferencia que busca cancelar y neutralizar lo otro, silenciarlo bajo su agujerada lógica del empirismo cínico. Así surge y cobra ímpetu esta compulsión por hablar de sexo, que no sólo no es lo mismo que hablar desde la sexualidad, sino que de cierta forma es lo opuesto. Hablar desde la sexualidad transita por la inevitabilidad del involucramiento propio con y desde aquello que nos rebasa, mientras que hablar de sexo es un intento por desarmar y contabilizar desde la función y perspectiva de un yo vigilante, desde el delirio de la objetividad. Es una construcción para evitar la inmanencia y el espacio. Es la diferencia entre el vértigo de un beso y las estadísticas de Masters y Johnson.


La intimidad amenaza lo útil, por su espontaneidad y la radiante apertura para con el presente y lo ajeno—asume lo implicados que estamos en vivir.


Ahora pienso en la cantidad de pastillas que hay para regular el “rendimiento” sexual e inclusive aliviar la timidez o el nerviosismo, el insomnio o la ansiedad.


Ahora pienso en el contacto. Ahora pienso en la radical diferencia de alguien más.


Ahora quiero cerrar los ojos.


Ahora sueño en lo posible y lo imposible.


Ahora, un poema que aún está por escribirse, en vez de un manual de instrucciones, escrito por un gangster y globalizado por la inercia.

Bibiografía

Baudrillard, Jean, El otro por sí mismo, Anagrama, Barcelona, 1997.

Foucault, Michel, Historia de la sexualidad, Siglo xxi, México, 1987.

Guattari, Félix, Soft Subversions, Semiotext(e), Nueva York, 1996.

Lingis, Alphonso, Trust, University of Minnesota Press, Minneapolis, 2004.

Sloterdijk, Peter, Critique of Cynical Reason, University of Minnesota Press, Minneapolis, 1987.

Williams, Linda, Hard Core. Power, Pleasure and the “Frenzy of the Visible”, University of California Press, Berkeley, 1989.

Williams, Linda, ed., Porn Studies, Duke University Press, Durham, 2004.

Yehya, Naief, Pornografía. Sexo mediatizado y pánico moral, Random House Mondadori, México, 2004.


[1] Externo/interno, explícito/implícito, voluntario/involuntario son términos que se definen y, por ende, cancelan mutuamente.

[2] En casos como el de la green card prometida y luego negada, la recurrencia de la necesidad del poder económico para “controlar” el cuerpo es aparente. Se trata quizás de una ironía por medio de la cual se busca el engaño por parte de la mujer, para así confirmar el dominio, ya que si ella finge, lo hace por deber y si siente ese deber, entonces se “verifica” el ejercicio del terror.

[3] Quisiera considerar de qué formas se utiliza este efecto chafita (de mala calidad) en propagandas políticas y en la publicidad para aludir y apelar a una noción/imagen construida de lo popular, concepción fabricada cuando se equipara la carencia de recursos con la naturalidad y la autenticidad. Así, al hacer por medio de un des-precio (parte del look es que cuesta menos) como si se entendiera, como si se compartiera una realidad, que en el fondo es representada por dicha facción, abiertamente asumen que fingen y por ello se les otorga credibilidad.

[4] Si se logra verificar una ley ontológica/metafísica de manera absoluta, entonces se puede pretender estar por encima de ésta. La burla.

[5] Es decir, resulta claro que en el caso de ver sin ser vistos desde una inmersión en el flujo de imágenes lo que se cesa de registrar son los efectos de éstas en la mirada misma, en la subjetividad. La subversión inversa ocurre.

[6] Esto me recuerda la forma en que Octavio Paz, en la entrevista con Claude Fell (Plural, no. 50, 1975), trata la impunidad de la figura de autoridad masculina en la historia y el mito mexicanos: “El caudillo es heroico, épico: es el hombre que está más allá de la ley, que crea la ley”. En tanto, estar afuera de la ley es también ser la ley. O como sugiere la canción Jefe de jefes de los Tigres del Norte: el jefe de jefes es aquel cuya palabra es la ley.

[7] Éste es un tema que reitero a través de mi trabajo. Lakoff y Johnson lo tratan ejemplarmente en textos como Philosophy in the Flesh (1999), en el cual demuestran con precisión y atención los fundamentos metafóricos del empirismo, develando que se trata de una construcción histórica, mas no de un eje de encuentro transparente con la realidad.


jueves, 28 de mayo de 2009

definiciones

en estos tiempos engolosinadonanistas del metapragmatismo rampante, quizás no sea una mala idea buscar (como parte de un ejercicio surrealista) las definiciones de términos filosoficopersonales en las páginas de los instructivos para electrodomésticos...





Con estos aforismos azarosos he ordenado los capítulos de mi primera novela--aún inédita--; aquí van algunos:

Ilusión.- Confirma que el monitor está utilizando 256 colores.


Paranoia.- Ingrese una contraseña de cuatro dígitos utilizando los botones numéricos y enseguida presione el botón ENTER.


Venganza.- Se recomienda que la lavadora no se instale en áreas en dónde el clima sea de congelación ya que la lavadora tiene partes en dónde siempre contiene residuos de agua, como la válvula, la bomba, las mangueras.


Sospecha.- Cerciórese de que el casete esté firmemente insertado en el compartimiento para el mismo.


Tiempo.- Función de copiado creativo para agrandar imágenes para colgarlas en la pared como un cartel.


Confusión.- Si el sonido se está cortando apague la memoria virtual.


Albedrío.- La imagen se muestra independientemente de las condiciones de la señal y puede que no siempre sea visible.


Sensatez.- Asegúrese de tener todo lo necesario para una instalación adecuada.


Melancolía.- Presione el botón de OK.


Anhelo.- Vuelva a presionar PLAY para reproducir la cinta.


Alteridad.-Cancelar el cuadro congelado reanuda la reproducción de la película.


Catarsis.- La tecnología creada para este programa hace demandas considerables sobre su equipo.


lunes, 11 de mayo de 2009

forever never

Este texto recién salió en Picnic... las imágenes de este número están de lujo...


Lo difícil de las generalidades simplistavagoexperienciales
Dharmicocristianas quesqueespirituales
Es que como explicaciones todo lo que tienen son analogías

Luís H. Valadez, Eye likes it when ya die/Lord, hear our prayer

Imaginemos por un momento que te dedicas a la actuación (no por dudar de tu tan auténtica autenticidad—ni tantito). Ahora, tan sólo por seguir con este ejercicio, supongamos que desde mediados del año pasado, tu agente, en un frenesí de metanfetaminas y ginebra, cerró un trato tremendo. Este contrato te habrá de convertir en el próximo protagonista de la más históricamente desproporcionada y espectacularmente costosa producción de la vida de Jesus Christ (si eres chava no importa, te maquillan denso, barba postiza, efectos digitales, túnicas holgadas, etc.).

Todo marcha de ensueño durante tu primer año: leyendo el guión en un convento guadalupano, recortándote la barba para viajar a tierra santa, fumando mucho, dejando de fumar, dando entrevistas con lentes oscuros para Oprah, recibiendo bendiciones papales ante una multitud, tomando clases de arameo y de cómo ser crucificado—ya sabes. De pronto, tras un chequeo médico rutinario, se te informa que habrás de morir en exactamente una semana (evitaré los grotescos detalles de cómo y porqué; para no exhibirte—no es TV-Notas).

Aparte de todas las cosas que nunca hiciste y que ahora juras siempre quisiste hacer, te encuentras con el siguiente dilema: el director-guionista (además de ser pedante), ha decidido que a manera de homenaje, quiere que seas tú quien escoja tu reemplazo para este monumental papel. Sólo que hay un pequeño problema: la casa productora detrás del casting y demás, tiene un contrato eterno y definitivo para este guión, por lo cual te presentan únicamente tres opciones: Keanu Reeves, Diego Luna, o Gael García-Bernal.

Al oír la noticia, Keanu, tras hojear con fatiga e indiferencia el guión, declara públicamente que ya está completamente hastalamadre de salir en posiciones fetales y salvar al mundo. A la mañana siguiente amanece muerto en la tina de un hotel en Utah (¿o fue en Tijuana?)—sí, adivinaste, en posición fetal. Ni modos: ¿cuál de los charolastras consideras que mejor pueda imitar “la mirada mesiánica”?

A LO QUE VOY ES, que mucho de lo que consideramos “espiritual” suele no ser más que la perversa emulación de ciertos gestos. Una suerte de semiótica de lo trascendente. Decimos las frases en coordinación con las muecas correspondientes, compramos el collar, aprendemos a pronunciar palabras como “karma” o “dominus”, viajamos a la India (o a Tepoztlan), nos persignamos mirando al cielo con cara de misericordia, miramos invasivamente a los ojos a los demás… Es como si creyésemos que por vestirnos con terciopelo púrpura y hacer cosas peculiares con nuestro pelo facial, automáticamente vamos a tocar la guitarra como Prince.

Hay quienes conciben lo espiritual como referente a un plano inmaterial, ideal, y masturban sus platónicas cabezas con abstractas teorías sobre la reencarnación. Suelen mantener concepciones chiclosas sobre cómo la vida está llena de lecciones que si uno reprueba habrá de repetir infinitamente—como una perpetua pedagogía arquetípica. Estos son los Forevereados. Mientras que en el supuesto otro extremo, están los que no creen en “esas jaladas” y se dedican, con ejemplar devoción, a la acumulación de bienes, actitudes desencantadas y vivencias triviales. Los coleccionistas, pequeñodéspotas ensalzando sus narcisos con más (o menos) de lo que sea. Estos son los Nihilistas. Siempre y nunca, todo y nada. Y claro, toda una gama de combinaciones y cocteles intermedios. Nos tenemos que desprogramar, o programar, o reprogramar; que cortarnos el pelo, o dejárnoslo largo; que vestir de blanco, o dejar de hacerlo; regalar nuestros ahorros, o hacer mucho dinero; dejar de ser pretenciosos, o aceptar que lo somos. Lo que sea menos vivir directamente, en primera persona, desde nuestra corporalidad.

Pasa que nuestra concepción de lo espiritual suele estar al servicio de los más insidiosos de nuestros hábitos y miedos egocéntricos. Frecuentamos calumniosos y supuestamente sutiles concursos, para ver quién es más tolerante, sereno, desprendido, comprensivo, pleno, intenso, entusiasta, abundante, valemadres, sensato, temerario, solemne, etc. Sin importar si los valores que concursan son de índole “pacheco-buenavibra” o “satánico-gandallas” o “escéptico-cool” o “posmo-ingeniosos”, no deja de ser un concurso. No cesamos de percibirnos y tratarnos como objetos en una batalla con otros objetos. Amueblando y decorando nuestros egos, acabamos con frases como: “yo soy más chingón que tú porque tengo menos ego que tú” (que aunque no las digamos, las creemos).

Con ahínco ideamos nuestra experiencia como escindida: un sujeto y un objeto. Una división arbitraria fundada en la utilidad. Un mundo de objetos a los cuales atribuimos cualidades mágicas como la independencia, la esencia y la permanencia. Un mundo a disposición de un sujeto al cual proyectamos con características místicas, como la inherencia, la objetividad y la certeza. Acabamos alienados e intentando manipular nuestro entorno, y los mundos detrás del mundo, en una voraz persecución de inmunidad.



Cada que algo rebasa o se escapa de esta misión imposible, con tremenda velocidad, agilidad y una insistencia admirable, lo reinscribimos dentro de nuestro modelo habitual. Somos como una especie de MacGyver holográfico, volteando toda situación a ventaja de nuestra preciada fantasía de seguridad ontológica. Que nada nos toque, que nada nos cambie, que nada nos mueva…Pero claro, que los demás nos reconozcan por lo profundas que han sido nuestras vivencias, por lo especiales que somos. Ya sea que vayamos a las islas de Fiji a tener orgías en pañales o andemos de rodillas a la Villa, ya sea que nos rapemos la cabeza y no comamos más que hígado por 40 días o hagamos miles de postraciones en el Tibet antes (o después) de ir a Ibiza, o que cotorreemos con Tom Cruise y John Travolta en una convención Dianética, en general no hacemos más que procurar aprobación y ventaja. Huir de la humillación, correr hacia los aplausos (¿qué, nadie vio American Idol?).

Es peculiar que a pesar de lo inmersos que estamos—y quizás gracias a ello—, solemos obviar que la cosmovisión más en boga hoy día es el capitalismo. Si bien, cuando decimos Cristianismo o Maradonismo, nos referimos a la ciega afinidad y ferviente devoción para con Cristo o Maradona. Sin embargo, pasamos por alto que ahora somos fieles piadosos del capital. Admiramos las experiencias y sofisticaciones que el capital provee, el carisma y la superioridad que supone infundir como misterio en los sujetos que más poseen, el quesque sentido común y soluciones rápidas que ofrece. El Zen capitalista light: que nada te afecte, vive en el momento (¿cuál momento y cuánto cuesta?). ¿Qué mejor ejemplo de ello que el avasallador y siniestro auge que exhiben personajes como el Dr. Jesús Miranda (Cristo Hombre), o Madonna con sus matemáticas intergalácticas y baños de lluvia? ¿Y qué síntoma más nauseabundo que el trepidante éxito de la neurosis obsesiva por medio de El Secreto? ¿O qué tal que los grandes empresarios (del narco) se vuelven santos?



Y cómo no iba a suceder esto, si nuestra concepción de Espiritual es más difusa y tambaleante que la vida de José José. El diccionario ofrece lo siguiente: Referente al espíritu, ¿Qué diablos es eso del “espíritu”? (¿No se les dice así a los vinos?) Para cerrar me gustaría proponer lo siguiente: la espiritualidad se refiere a las prácticas de la subjetividad; técnicas que revelan su naturaleza, sus características, su plasticidad; métodos que alumbran el asombro mismo que nos constituye. La espiritualidad alude, así mismo, a las instancias—a menudo accidentales—en las cuales la delirante división sujeto/objeto es interferida y deconstruida por una inmanencia viral. Por ejemplo, una práctica que me parece atinada para describir la espiritualidad, vendría a ser la meditatio mortem. Es decir, una contemplación sobre la propia muerte, que nos restituye a una apreciación fulgurante del mundo.

En fin, creo que ninguna religión es tan deplorable como la psiquiatría, las nuerosciencias o la sociobiología—por la rampante homologización que propagan gracias a su supuesta “verdad empírica”. Pienso que no son mucho más que defensas místicas del neoliberalismo. Y no son tan distintas a las premisas del Opus Dei o aquellas de los Raelianos. No sé, pero lo que sí puedo asegurar es que aún prefiero releer La Panza es Primero de Rius que aventarme un “viaje de poder” en Teotihuacán (o en cualquier otro lado, pa’l caso) con Don Miguel Ruíz, y que cada que veo a algún chavito (o no tan chavito) Krishna, con su melenita esa, ya sea en un aeropuerto o en el Parque México, mi primera reacción es querer darles un sape. Y mi segunda reacción…también.