Texto para mi columna en Faena Sphere.
La meditación, debo admitir, tiene una pésima reputación. Se le conoce, en general, como una forma de auto-hipnosis. Es una fama que se ha ganado a pulso, y no por sí misma, sino por las tantas distorsiones que hay torno a su práctica. En el reino humano, no hay fenómeno que se libre de las tantas fantasías que nos vendemos con tal de evadir nuestra realidad. La meditación no está exenta de ser apropiada por esta tendencia, tan nuestra, de construir falacias en busca de la felicidad.
La práctica de la meditación se confunde, frecuentemente, con intentos por “espiritualizar” la vida con delirios metafísicos, o con alguna forma de seudo-terapia para los nervios. Lo repito, son intentos por esterilizar o mistificar nuestra experiencia —un afán por fugarse de la realidad, en vez de asumirla por lo que es—. En tales casos yo también desprecio rotundamente la meditación. Al menos tales versiones de la misma.
Entonces, ¿qué sí es la meditación? En los años que llevo estudiando, practicando y enseñando meditación, mi entendimiento de la misma ha ido mutando. Como sucede con cualquier cosa. A ratos la he erigido como la panacea para todos los males, mientras que por temporadas la he odiado y abandonado por completo. Pero regreso una y otra vez. Con el tiempo me permito formular la siguiente definición: la meditación es un método práctico para trabajar con la mente propia.
Donde quiera que vayamos, estemos con quién estemos, hagamos lo que hagamos, nos metamos lo que nos metamos, ahí está nuestra mente. Todas nuestras experiencias son registradas en aquella claridad receptiva que llamamos mente. Comoquiera tendemos a trabajar con nuestras proyecciones y no con el proyector. La meditación presenta un modo de trabajar con las texturas, estados, ritmos y narrativas de nuestra mente. Aquellas expresiones internas, digamos, que tiñen nuestra experiencia del entorno, y por ende el modo en que nos relacionamos con él. Ni más, ni menos.
Esto sucede de forma orgánica al establecer una práctica meditativa basada en nuestra sensatez. Entre más sencilla la práctica, de hecho, más efectiva. Adoptamos una postura básica para meditar (no hace falta pararse de cabeza, ni hacer flor de loto), y colocamos nuestra atención, una y otra vez, sobre nuestra respiración. Nada más. En la mente brotan todo tipo de pensamientos, no buscamos callarlos, pero tampoco seguimos el impulso de darle cuerda a cada idea que surge. Regresamos una y otra vez la respiración. Así, de manera natural, la mente se entrena a estar presente. Y al estar presente se permite irradiar su propia claridad; claridad que transforma, sin querer queriendo, todo cuanto toca.
Lo esencial, comoquiera, no es si meditamos muy cabrón, o muchas horas, sino establecer una práctica constante y continua. Y sobre todo, una práctica basada en la honestidad personal y no en la búsqueda de algún artilugio orientalista para evadir quiénes somos y dónde estamos. Intentémoslo.
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