A propósito del aniversario de la revolución mexicana, un texto recién publicado en el M Semanal torno a la apropiación y usos de iconos revolucionarios, en un afán por cuestionar la validez, y eficacia, actual de ciertos leyendas.
Ahora que se perfilan las campañas electorales del 2012 en pos de la Presidencia de la República, nos esperan meses de calles atiborradas de lonas y demás miniproducciones políticas emanadas de los medios; de distintos modos de presentar las supuestas revoluciones que habrán de venir. Si bien la contienda electoral se plantea bajo la retórica del menor de los males, aquella se jugará, sobre todo, bajo los términos de la nueva teología: la publicidad. Lo que se nos ofrece para decidir son imágenes: caras y eslóganes que suponen producir algún pronto efecto, sobre todo algún sentimiento. Conviene analizar la idealización de las figuras públicas, aún empecinadas en ocupar este mítico lugar de caudillos redentores; no puedo evitar conjurar, para dar inicio a esta reflexión sobre las paradojas de la imagen, aquel retrato del Che Guevara con boina y estrella en la frente, con ese look crístico, que ahora, años más tarde, con y sin ironía, es una de las imágenes mejor vendidas de todos los tiempos: un éxito comercial.
Emiliano Zapata es un revolucionario devenido icono —por algo se hacía acompañar por un fotógrafo en sus campañas. Aquella imagen típica —el rostro con bigote amplio y los ojos intensos— se observa hoy en un sinnúmero de marchas, pancartas, playeras y pósters de cantina. La imagen se ha vuelto, con el tiempo, un estandarte de la rebeldía, la dignidad humana y la lucha por la tierra y la libertad, tanto como un símbolo de resignación ante un sueño inconcluso. No es gratuito que se considere a Zapata como un visionario con un halo místico. Dentro del contexto del imaginario nacional habremos de encontrárnoslo con los rostros de Marlon Brando o de Alejandro Fernández, en películas como Viva Zapata! (1962) y Zapata: el sueño del héroe (2004), respectivamente. Con un espíritu idealista y tajante, allí se representa a Zapata como caricatura de una versión domesticada del Atila del Sur. Como tal, resulta el protagonista de un cuento de batallas entre el bien y el mal, entre oprimidos y opresores, donde las líneas que los separan y definen son siempre simples y burdas: una telenovela (y no de las buenas), básicamente.
La leyenda y el icono de Zapata han proliferado con una carga épica desproporcionada. Es un santo, pero “bien machín”, al cual se le piden milagros todavía. Ante esta versión vale la pena revisar el trato que hace de esta figura Armando Ayala Anguiano en su obra Zapata y las grandes mentiras de la revolución mexicana o en el segundo tomo de su México de carne y hueso: lo pinta como un hombre con coraje, pero también como un sujeto con dudas y a la deriva entre muchos intereses, muchos de los cuales ni siquiera comprendía. Dentro de esta investigación, el autor relata los rumores del noviazgo que mantenía Zapata con el yerno de Porfirio Díaz, Ignacio de la Torre y Mier, uno de los protagonistas de aquel infame suceso conocido como “El baile de los 41”: el 17 de noviembre de 1901, en una casa de la colonia Tabacalera, 41 hombres se dieron cita para una fiesta y orgía. Este evento se convirtió en motivo de escándalo nacional debido a una redada donde se arrestó a los 41 sujetos, 40 de los cuales terminaron en campos de concentración de Quintana Roo, sin que jamás se justificara el paradero del número 41, supuestamente Torre y Mier, liberado discretamente por órdenes de su suegro, don Porfirio Díaz.
Torre y Mier (a quien también se le considera como el autor intelectual del asesinato de Madero), dicen los historiadores, conoció a Zapata en 1906 en la hacienda de San Carlos Borromeo, y quedó flechado. Un par de años más tarde, Torre y Mier consiguió que su suegro liberara a Zapata de su incorporación forzada al Noveno Regimiento como condena por su rebeldía anterior, después de lo cual se fue a vivir como el “caballerizo consentido” de Torre y Mier en la mansión de éste en avenida Reforma. En su diario, la esposa de Ignacio, hija preferida de don Porfirio, Amada Díaz, relata así los sucesos: “Nacho fue a ver a papá para pedirle la libertad de Emiliano, prometiendo que él vigilaría que Zapata ya no se metiera en política”. Esto no impidió que, pasados unos meses,Miliano se marchara de esa casa para lanzar el Plan de Ayala.
En algunas versiones, Zapata fue liberado del Ejército de Díaz por Ignacio, bajo la promesa de mantenerlo a raya, cosa que no habría podido lograr. Pero en otras versiones Zapata trabajaba para los intereses de Torre y Mier, por lo que habría incendiado cosechas de caña con tal de subir el precio del azúcar que éste importaba de Cuba; en algunas más, Zapata sencillamente no sabía lo que hacía y fue por ello fácilmente manipulado para el beneficio financiero de terceros. En cualquier caso, su preferencia sexual no sería un indicador de sus virtudes o defectos como revolucionario; lo curioso es que éste sea un tema tan acaloradamente debatido aún.
Porque la sexualidad de Zapata no es un dato irrelevante para la historia nacional, dado que su imagen es un icono internacional de la Revolución, de virilidad y de coraje, que bien puede servir a la destitución de ciertos mitos aún rampantes sobre la masculinidad y los usos del placer. Quizá por ello sus defensores históricos se empecinan en invalidar su homosexualidad, tanto como los incrédulos de sus méritos insisten en ello, aunque en cuanto a la Revolución se refiere, es un dato casi inconsecuente en relación con los problemas que suscitó el reparto agrario y el sindicalismo, aún imperante, que se formó a finales de la Revolución. Más que considerar los desplantes ideológicos de estas tramas revolucionarias, habría que observar, sencillamente, los intereses y ganancias que se suscitaron por estas batallas. La guerra es también, y sobre todo, un negocio —para algunos más que para otros. Es la visión que presenta Ayala Anguiano en su Zapata y las grandes mentiras de la revolución mexicana, en un intento por revisar los hechos y sus consecuencias sin el estorbo del exagerado encanto de las figuras.
Así, en el libro de Ayala importa menos quién ejerce o ejercerá el poder que en qué consiste ese poder y las instituciones que son su vehículo. ¿Será que la Revolución es mucho menos glamorosa de lo que se pretende? Para narrarla no hace falta una epopeya, y menos ahora que hay tan buenas series de televisión. La bisexualidad de Zapata es importante sólo en este sentido: en que los hechos tengan mayor validez que las ideas sobre cuáles deberían ser los hechos mismos, o en que sea mayor el peso de las condiciones de vida que el de las ideas que tenemos sobre ellas.
Porque, además de anacrónicos, tantos de estos iconos, ya asimilados por los vencedores, son símbolos, sobre todo, de la ineficiencia de estos últimos: estandartes fallidos, como el del agrarismo mexicano.
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