jueves, 27 de enero de 2011

crónica thinner



Aquí una nota que encontré en mi cuaderno. No puedo evitar el modo en que las palabras "todo" y "nada" o "siempre" y "nunca" me saltan cuando las escucho...


Hace unas semana, camino a casa de noche, cruzo, como casi cada noche la Glorieta de Insurgentes, aun algo alumbrada, entre los otros tantos que la recorren y habitan a deshoras. Llegando al túnel que conduce a Av. Chapultepec, escucho voces y un sacudido tumulto peculiar. Al acercarme un poco más mi vista enfoca un grupo de personas ocupando las escaleras como gradas, mientras que alguien de pie frente al grupo canta con fervor. Dudo de pronto, considerando si hay peligro o si será mejor tomar la ruta larga a casa y evitar la interacción. Pero la pereza, el hábito y la curiosidad pueden más. Ya en la proximidad, sin invadir con la mirada, las imágenes se baten en mi cabeza: una mezcolanza entre cine zombie y la ciudad gótica de Frank Miller. La escena invoca recuerdos de aquellas películas del pasado sobre el distópico futuro postapocalíptico.

Los encorvados cuerpos den las gradas asumen rostros bajo la luz de luna y de farol quebrado: caras pálidas, grises, ojeras con miradas volteadas, inhalando despacio de puños sucios. Inhalando aquel efecto químico de olvido... Subo las escaleras que conducen a ese alto edificio abandonado, cubierto de palabras grafiteadas, como opacas claves inconclusas. Frente a la tropa thinner, un hombre enuncia un sermón con vigor desolador. Su asistenta con los hombros inmóviles por su miedo e incomodidad, de una canasta saca algún tipo de bocado y panfleto que reparte a los chemos cuerpos que hablan para sí. Como fantasmas entre mundos, ellos a su vez inhalan e inhalan de sus puños enrollados, abriendo sus fosas nasales y labios...

El predicador, de bigote blanco bien cortadito y camisa limpia bien fajada, habla con énfasis y con el dedo en el aire como diciendo el número uno, pregunta retóricamente a aquel delirante abismo de ojos brillosos, “¿cuáles son las características de Dios?”. Los chemos hablan para sí y se mecen en sus sitios—como fetos que se protegen de la brutal ignorancia del mundo. Él mismo (se) responde: “Dios es omnipresente, omnipotente y omnisciente” (Algo así dijo). Y remata intentando forzar sino la redención al menos la irritación en su público: “Dios lo puede todo. TODO”.

Así, también recuerdo haber pasado por ahí un par de días antes de este Sermón en la Glorieta, y observar a la bandita chema que ahí cohabita con los polis, los chavitos y no tan chavitos gay, los emos, los oficinistas pasajeros del metrobus, uno que otro dealer de narcóticos y/o de chichifos; observo el código de cool que practican: el modo de caminar, la ropa y el cabello con evidencia de haber dormido a la intemperie, y el general cinismo marca “me vale verga y te vale verga que me valga verga sino vete a la verga porque me vale verga” inscrito en su manera de relacionarse con el espacio. Haciendo el recuento, recuerdo también a una chica chema, de ropa destartalada, pero aún visiblemente recién iniciada en aquella vida de la calle. Un hombre mayor con rostro amable, quien por el cariño que se mira en sus ojos deduzco es su abuelo, le suplica con desesperación y el tremendo cuidado de no ofenderla o darle escusa para alejarse más, le ruega que regrese, y reconsidere, que lo piense... “Por favor, por favor...” A lo cual ella responde desafiante: “Ya no quiero nada... NADA”.

lunes, 3 de enero de 2011

la vida como telenovela

una versión de este texto sobre el Morbo saldrá en el próximo número de Marvin...

Recientemente mi desayuno fue interrumpido por gritos. Al mirar por la ventana del café encontré a una mujer enfurecida, gritando y rugiendo como bestia mientras golpeaba el toldo de un auto con la rama de un árbol. Como yo, las personas se acercaban a la ventana del café, o se detenían al pasar afuera de este lado de la calle, intrigadas por lo sucedido. Desde el asiento trasero del auto golpeado, entre dos personas que imposibilitan su salida, otra mujer gritaba cosas incomprensibles de vuelta a todo pulmón. Por fin, entre varios de quienes supuse eran sus parientes y amigos, inmovilizaron a la embravecida dama que continuaba gritando mientras el auto logró huir con el objeto de su ira. No tengo certeza de cuál fue el motivo o causa de la situación, pero semanas más tarde aun me lo pregunto entre las tantas versiones de los hechos que he armado en mi cabeza. (La más nueva trama sobre venta de órganos y alguna infidelidad con una prima por parte de la pareja de la susodicha). Jamás había oído a alguien gritar así, sin palabras, puros gritos salvajes. Al menos no en la vía pública a media mañana.

Debo admitir que al estar observando la escena, entre que estaba más bien pasmado, surgían varias expectativas en mi mente. Por un lado quería, a como diera lugar, que escalara el conflicto, esperaba ansioso un entretenimiento trágico y grotesco —como espectador en el coliseo quería ver sangre—. Por otra parte, más que angustia me generaba una especie ajena de tristeza aquella mujer enfurecida bramando rabiosa, impotente ante algo penoso y absurdo en su vida. Así también, anhelaba estar enterado sobre las causas y efectos del drama, ante el cual, comoquiera, derivé una sensación de importancia y relevancia hablando de ello y recontándolo con los otros comensales (con quienes 15 minutos antes no hubiese intercambiando más que un escuálido “provecho” de despedida).

De vez en vez, cambiando de canales en el televisor, acabo enajenado más tiempo del que imaginaba posible viendo persecuciones policiacas. No sé exactamente qué me provoca mirar estas grabaciones granuladas y aquel momento en que irrumpe la violencia en la pantalla, con la resistencia del conductor ante su arresto. Me impacta el momento en que el cuerpo del arrestado se rinde; la manera en que deja de ser propiedad de su propia autonomía. Así como tampoco entiendo esa mezcla de melancolía y sadismo que me mantiene viendo programas como Intervention o Sex Rehab, donde bajo el lente terapéutico se exhibe la banalidad del sufrimiento humano. Aunque con algo de discernimiento descubro que el tipo de morbo cambia según el contexto. En otras palabras, no es lo mismo —aunque llega a ser similar— el violento entumecimiento y desconcierto que palpo al ver Peleas callejeras 3 que la entretenida nausea que me brinca al oír al panel de American Idol ejercer su autoridad cultural por medio de la disposición que tienen los participantes a ser humillados. Pero eso sí, sin duda lo más insipidamente perverso sigue siendo el Teletón.

Comoquiera, ya sea la confesión de Charles Manson o las palabras sentidas del último rechazado de Project Runway, encuentro que el morbo conlleva entre sus componentes un elemento de confusión existencial y otro de fría incredulidad (ambas a primera instancia son sólo vértigo). Es como cuando en un funeral, te acercas a ver el cadáver en el féretro y podrías jurar que aun respira, sólo porque la muerte es de pronto inconcebible. Es el reflejo de un trauma innombrable donde nuestros prejuicios sobre el mundo y la vida parecen validarse. Resulta tan revelador ver la indiferencia bruta de la naturaleza y su causalidad en acción que hasta provoca extrañamiento. Invita a tantas dudas sobre la validez de las ideas y los planes hacia el futuro. A veces dan ganas de aventarse de paracaídas sin paracaídas y otras tantas de no salir de casa y quedarse viendo RealTV.

En lo personal un sitio donde encuentro acrecentado el placentero displacer del morbo son las telenovelas. Las veo y no lo creo y no puedo creer que las sigo viendo. Sus míticas tramas donde el bien y el mal luchan el derecho al poder o a la inocencia (o a un batidero raro de ambos), la constante tensión, la perpetua intriga molesta, la burda manipulación emotiva de la música de fondo y los caricaturescos personajes complotando y llorando en casas de lujo. De cierto modo son formidables, con su formulaico sentido de la tragedia, sus maquiavélicos soliloquios, una situación tensa tras otra, dando sostén a un morbo al borde de la indignación. Pero de fondo, para mí, su genialidad reside en que de pronto me confrontan con esa brutal indiferencia de la naturaleza, desmantelando la exagerada sensación importancia que me atribuyo. Así, me proponen que quizás esos grandes dilemas de mi vida son en realidad tan inconsecuentes y chafas como los de cualquier telenovela.

A ratos, eso creo que es el morbo: un impulso a poner la cosas en su justa dimensión, mezclado con los goces del chisme (ese modo de saber que se enreda y desenreda por igual). Es un estímulo a la memoria que recuerda nuestra propia falta de inmunidad ante el caos de la vida. Restituyendo así a cada imperfecto e impreciso instante del día con una dosis de gloria.