aquí adelanto una reflexión sobre espiritualidad y sexualidad próxima a salir en Max...
Como reacción inicial, al intentar hablar sobre las relaciones entre espiritualidad y sexo, usualmente se conjuran una serie de imágenes mentales bastante peculiares. Estas ideas habitualmente se dividen en sexo espiritista y, por otra parte, la espiritualidad como excusa para unos arrimones. En realidad es casi imposible distinguir uno del otro, pero por fines prácticos, y de entretenimiento, los dividiremos dependiendo del color de las túnicas. Con ropas blancas (y a veces turbante) se asocian aquellas prácticas (o tomadas de pelo) asociadas con velas de colores, dietas escuálidas, parados de cabeza, auras, miradas de disimulada iluminación y sensibilidad extrema, todo a ritmo de música new age. Del otro extremo de la gama, con ropa negra (y en ocasiones con capucha), se asocia con orgias de sociedades secretas (tipo Eyes Wide Shut) y/o con sadomasoquismo entre ninfómanas vestidas de monjas, quienes encuentran usos insospechados para sus rosarios. La idea general, en estos casos, es que el sexo espiritual es cómo una droga que “pone chido”, en especial cuando se hace bajo los efectos de algún estimulante psicotrópico. Pero la mayoría no participamos de este tipo de ritos y solemos, más bien, deambular en una brutal escisión entre lo espiritual y lo sexual, acabando así con una vida dividida en compartimentos aislados. Bueno, salvo aquellos instantes en que alguna estrella porno irrumpe nuestros compartimientos con un desentonado “¡Oh my god!”.
Pero qué lío esto de la espiritualidad y el sexo; es decir, ¿qué diablos es la espiritualidad; de qué se trata?, y más aún, ¿qué diablos es el sexo? Ambos temas se nos presentan de pronto tan evidentes como intangibles. Ambos son tan obscenos como lo son misteriosos, y ambos son constantes e ineludibles en nuestras vidas. En fin, podría ser que el lío más bien reside no en sus contrastes y aparentes incompatibilidades, sino en que en realidad son tan afines que resulta borroso distinguir uno del otro.
Ya van varias ocasiones que leo en alguna revista de chismes a alguna actriz declarando que para ella “el sexo es algo espiritual”. Además de rechinar los dientes incrédulo, deduzco al menos dos cosas: 1) intenta verse muy elevada situando la sexualidad dentro del ámbito de lo sagrado, y 2) trata de decir que ella busca en sus intercambios sexuales un grado de conexión o comunicación más profundo e íntimo con sus parejas. Haciendo a un lado la imagen de sí que esta actriz busca crearse en el ojo público, hay algunas implicaciones interesantes en estas posibles lecturas.
La primera cuestión gira torno a la sacralización de lo sexual, e incita una reflexión pertinente sobre la concepción de lo Sagrado como tal. Para empezar habría que invocar a las tantas culturas del mundo que no tienen un término para designar algo sagrado. Esto no sucede porque sean incapaces de llegar a concebir tales sutilezas, sino porque más bien les parece que sobra. Pasa que al bautizar algo como “sagrado” siempre es a expensas de que entonces todo lo demás resultará no ser tan “especial”. Por ende, hay cosas que entonces no sólo no se consideran sagradas, sino que pasan incluso a ser antisagradas o malditas. Así de nuevo acabamos con una visión del mundo partida en pedazos. Con esta común concepción no examinada de lo sagrado, tiendo a deducir que la actriz en cuestión, al hablar del sexo sacro se refería a: una especie de profundo respeto mutuo, atención acentuada, una disposición a la devoción y cierto tacto tirado hacia la cursilería.
Nos presenta así, una visión del sexo como algo muy refinado y bonito. Pero en general, estas teorías sexuales suelen terminar con ideas chistosas sobre los fluidos corporales. Particularmente tienden a proponer que el semen no debe correr libremente, porque esto sería un desperdicio de energías que mejor podrían utilizarse para alcanzar la iluminación (o sea un estado muy muy cabrón pero indefinible). En lo personal, esta retentiva seminal me parece el equivalente corporal a la especulación financiera, donde por ende la sexualidad no es algo en sí, sino un mero medio para un fin abstracto e ideal. Además, lo sagrado en la sexualidad se encuentra en su inutilidad, en su falta de propósito, en su juego, y así, en un derroche sin razón: un sacrificio (sacre: sagrado, facere: hacer). En cambio estas versiones mezquinas del sexo espiritual son iguales a los tantos pronósticos seudocientíficos del placer, donde el orgasmo es una obligación para relajarse y tener buen humor y ser productivos y todo eso. Continuamente osan encajonar y controlar algo que por su naturaleza nos rebasa, nos mueve y nos constituye.
Todo esto anterior está muy bien como modo de entretenimiento y todo eso, pero es bastante parcial—y materia de gustos—. Lo que pasa por alto, o de plano niega, es lo que se conoce, en referencia a la antigua Grecia y a los ritos paganos pre-cristianos, como el aspecto Dionisiaco de lo sagrado. Lo Dionisiaco se refiere a la sublime y desgarradora intoxicación de los sentidos, al caos y a la tragedia extática, lo carnavalesco, lo grotesco y ese llamado primal de la sangre y la tierra. En otras palabras, nos presenta una visión más completa y menos fracturada por la moral de todo lo que implica estar vivo. Negar estos aspectos, incluso designándolos como málditos, es sintomático de una cultura que por necesidad y supervivencia le apuesta al cálculo y a la razón sobre todas las cosas, descartando con ello la inevitable realidad de lo desconocido. Pero el sexo, como pulso y flujo del cosmos que recorre nuestros sentidos, nos despierta a lo desconocido en nosotros y en nuestro entorno. Aviva nuestra experiencia plena del presente, con todo el desconcierto original y el fulgurante misterio que es estar vivos. Y a veces nomás es un rapidín, ¿y qué?
Pero es una tendencia que se repite en tantas culturas y épocas. Bien podría ser que aquello de la espiritualidad—el sentido de la vida y todo ese asunto—ha suscitado muchas teorías a lo largo de la historia. De estas, una que se repite con ahínco es aquella donde el cuerpo y el alma son separables, como un vibrador y sus baterías. Basada en la ilusión de que al morir una esencia inmaterial abandona el cuerpo, esta idea rechaza al cuerpo como un mero vehículo. De ahí derivan tantas ideas sobre la espiritualidad como algo que trata con metafísica y dimensiones extrasensoriales, y cosas paranormales e insípidas. Este tipo de propuestas han forzado a la espiritualidad a relegar los sentidos al olvido, junto con todos sus efectos y sensaciones, considerándolos más bien burdos, en vez de sutiles.
Como respuesta a esta simple confusión—o preferencia—en oriente las tradiciones tántricas han hecho uso de los sentidos para instigar y seducir hacia un modo más despierto de vivir. Decidieron, mejor, que nuestra experiencia del mundo se da a través de los sentidos y que esto, por sí mismo es asombroso; es decir sagrado. Con ello, todo lo que pasa por nuestros sentidos, el mundo entero, es ya sagrado, tal y como es. Y la práctica diaria consiste en no perder esto de vista, pase lo que pase. Este no es un fenómeno exclusivo de oriente, ya que en tantos de los símbolos religiosos de occidente también se alude a la sexualidad como un canal para las fuerzas del universo. Pasa que son símbolos que han sido históricamente ofuscados y apropiados, pasando por múltiples interpretaciones sobre sus significados. Pero si prestamos atención a sus formas, seguro aun logran comunicar su intención primordial. La espiritualidad también es un albur. Pero esto—como cualquier cosa—se presta para usos y abusos, y la proverbial doradita de píldora con fantasías espiritosas. Requiere, de entrada, honestidad personal, ya la vida y las situaciones se encargan del resto. En otras palabras: no importa si es “sagrado” o “muy acá” o se usan crucifijos con hierbas o mantras milenarios o el condón de Aliester Crowley o lo que sea, cualquier acto sexual debe ser consensual.
Ahora regresemos a la segunda deducción derivada del presuntuoso decreto de dicha actriz en los tabloides, donde consideramos que puede que se refiera a una conexión más profunda a través del sexo. Y ¿por qué no? El flujo mismo del deseo en nuestras vidas nos recuerda que somos entrañablemente dependientes de todo el resto del mundo: de los demás, de los elementos, etc…, y la sexualidad, como un juego libre del erotismo nos reconecta con una verdad básica: no existimos fuera del mundo como frente a una pantalla, como una entidad aparte; sino que estamos completamente en el mundo, de modo inmanente e indivisible, como parte de todo. Eso es comunión. (Pero si quieren, pueden debatirlo con su muñeca inflable en el plano astral). Amén.