No ha sido relevante
discernir o debatir
si esto es una pecera
o el espacio,
desdoblando hologramas
a la velocidad del neón.
Ya intentarán
convencerme,
de que esto
es un cuarto de hotel.
Cualquier cuarto de hotel,
y que las olas
que ahora nos envuelven
en sus alas de loto,
son los autos
apurados,
transitando el Viaducto, pasada la medianoche.
Que lo intenten, pues,
con ahínco, incluso,
y argumentos sólidos. Acabaremos
por pactar,
más bien,
que de noche
somos polvo, por no decir cenizas
y ya. Y nada más.
No es que te coma chocho,
como tus muslos imperiales proclaman. Pasa
que beso una flor marina, al fondo de la mar,
marina. No es que las medusas me canten,
contando tu historia,
ida y vuelta,
desde el idioma de tus ancestros,
hasta la sal que pediste
en el desayuno.
Y no, la lengua no es metáfora.
De otro modo
no hubiese sido ballena
y toro
a la vez. Piedra, faro y naufragio.
De otro modo
no hubiese sido
serpiente asesina
acariciando tu asfixia. O el torso de un árbol de raíz enredada.
De otro modo
eso no sería
un vestido negro,
levantado
hasta tu cintura. O las sábanas, partituras
anotando tu llanto, sin los bemoles de la cordura.
Ni me habría disuelto
en una parvada de cuervos blancos,
revoloteando,
ahí
donde tu nombre se consume como el humo;
ahí,
donde los tambores mastican al reloj. Ese
que mañana dictará la luz,
el agua, el gas y los tropiezos agotadores del porvenir. Ese
que mañana habrá de omitir la inmensidad de la mar y nos tendrá
discutiendo, irreconocibles, por cualquier angustia. Por eso
ahora no hay piedad
y el coro de trompetas no entiende la guerra, pero sí
la batalla. Como las hienas hijas de puta que nos obligan
a vivir
de su insospechada limosna.
Y no, la lengua no es metáfora. Y las olas
que nos envuelven
en sus alas de loto, también
son autos apurados,
transitando el Viaducto,
pasada la medianoche.